¡Que se joda la culpa!, Todo lo rico no se trata de una apología al exceso, sino una celebración del placer sucio y diverso.
Sean todos bienvenidxs.

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Los hombres deberían ir a terapia antes de meterse en una nueva relación

  Por: Mariana Ordoñez  No es un secreto el hecho de que una primera cita suele ser un detonante de emociones: nervios, ansiedad, inseguridad y angustia entre muchas otras. Y es que, tan solo el acto de pensar en esto, viene acompañado de un miedo inexplicable ligado a la aceptación de la adultez: una primera cita puede ser, para muchxs, la apertura de un camino hacia la estabilidad emocional añorada. Por supuesto que la creencia de que un otrx será la solución a nuestros problemas y que conseguir una pareja llenará por fin el vacío (para darle una verdadera razón a la existencia) es algo que, en definitiva, es cuestionado cada vez más entre las distintas generaciones. Pero, seamos sincerxs: no por eso descartamos la oportunidad de conocer a alguien que pueda llegar a brindar un poco de luz a nuestros días, que nos ayude a enfrentar la realidad, que nos permita darnos el placer de sentir.  Y es justo aquí donde distintos factores como las aplicaciones de citas, el amigo que adopta el papel de cupido y cualquier mirada fija por más de 5 segundos comienzan a jugar un rol fundamental a la hora de abrirse a la posibilidad de un primer encuentro. Miles de parafernalias externas se hacen presentes: el outfit, el aspecto personal, el perfume, los pensamientos intrusivos, el restaurante, la hora y hasta el plan B por si todo sale mal. Pero hay un eslabón que, la mayoría de veces, se queda por fuera: la previa gestión de las emociones. Y esta vez, nos enfocaremos en esa falta más específicamente en el hombre cisgénero, dando paso a la siguiente pregunta: ¿los hombres deberían ir a terapia antes de intentar meterse en una nueva relación?  Para comenzar, es importante aclarar que esta es una pregunta que se mantendrá abierta. Este simplemente es un espacio de reflexión en donde se cuestiona la dificultad que existe aún hoy en día de abordar la salud mental y las emociones por parte del género masculino. Todo esto, producto de diversas cuestiones que se convierten en hechos, como los estereotipos sobre la masculinidad actuales asociados a la racionalidad, la fuerza, la capacidad y la inteligencia, concebir que pedir o recibir ayuda sea sinónimo de debilidad e incluso el pensamiento de que aislarse, a la hora de sentir emociones como la rabia o la tristeza, signifique independencia. Desde pequeños, a los hombres se les enseña que ‘solo las niñas lloran’, que solo deben desahogar sus emociones jugando fútbol o practicando cualquier otro deporte que demuestre que la fuerza y la resistencia van por encima de cualquier sentimiento. Que sí o sí tienen que resolver sus problemas solos. Es así como la ira, el orgullo y el ego (sentimientos mucho más aceptados socialmente para ellos) pasan a ocultar la vulnerabilidad y el miedo.  Y es entonces que, tiempo después, al momento de enfrentarse a la conversación durante una primera cita, esta se convierte inevitablemente en una canalización de todas esas emociones reprimidas durante años. Los hombres le huyen a la posibilidad de hablar con un profesional, lo que termina en que la primera cita se convierta, muchas veces, en una primera terapia donde las inseguridades, el egocentrismo, el aleccionamiento o incluso la exageración reflejan una falta de gestión de las emociones y un miedo constante a lo que piensen, o no, sobre ellos.  El miedo a la terapia y sus riesgos  Según un informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) la cultura colombiana tradicional refuerza en los hombres la falta de autocuidado y promueve el abandono de su salud mental y física. Esto conlleva a que no involucren en su proceso personal a algún externo y que enmascaren los trastornos afectivos por medio del abuso de sustancias, el exceso de trabajo, el aislamiento e incluso la agresividad física.  Los estudios de la OPS afirman que, por ende, los hombres tienen una menor esperanza de vida, con 5.8 años menos que la población femenina. Asimismo, la no gestión prolongada de las emociones por parte de un especialista suele terminar en:
  • Conductas violentas que terminan en accidentes. 
  • Relaciones interpersonales que ponen en peligro constante a mujeres y niñxs.
  • Violaciones. 
  • Infecciones de transmisión sexual,
  • Paternidades ausentes. 
  • Consumo de sustancias. 
  • Autolesión. 
  • Suicidio. 
Alexitimia: la incapacidad para reconocer las emociones propias La alexitimia es definida por la RAE como “la incapacidad para reconocer las propias emociones y expresarlas, especialmente de manera verbal”. De acuerdo a las estadísticas, la alexitimia afecta al 8% de los hombres y al 1,8% de las mujeres. Las causas están asociadas a los primeros años durante la infancia, cuando lxs niñxs aún carecen de estados mentales jerarquizados y suele ser más común la somatización de las emociones. Esto puede ocurrir cuando lxs padres no aportan una información verbal a sus hijxs, lo que resulta en que lxs pequeñxs piensen que sus emociones no pueden ni deben ser explicadas con palabras.  Es clasificada por lxs expertxs en dos clases:
  • Primaria. Tiene un origen biológico y aparece como consecuencia de una deficiencia neurobiológica por factores hereditarios. 
  • Secundaria. Tiene un origen emocional asociado a situaciones dramáticas o momentos duros en la infancia y la adultez temprana.
Los hombres que padecen alexitimia suelen suprimir sus emociones y las sensaciones de dolor como un mecanismo de defensa. Esto a manera no solo de protección sino de negación de situaciones complejas derivadas de traumas o conflictos diversos. ¿Dónde queda entonces la importancia de inculcar desde una temprana edad una educación emocional enfocada en la deconstrucción de la masculinidad? ¿Qué tantas conversaciones sobre la salud mental se abordan tanto en los núcleos familiares como en los educativos?  Mi posición como mujer frente a este tema se basa en las experiencias vividas dentro de una sociedad patriarcal y como parte de una generación muchas veces carente de espacios reflexivos. Gracias a la ciclicidad que atravesamos las mujeres (y por supuesto, a la capacidad que tenemos de buscar entenderla) hemos aprendido a cuestionarnos a través de la colectividad, a mirarnos desde el interior. Los hombres, por el contrario, suelen revisarse desde el exterior, de manera individual y desde su propia linealidad: aún hoy en día se miden a sí mismos con la vara de la fuerza externa, del dinero, de la virilidad y de la capacidad de ocultar sus verdaderas emociones en actos como proveer, trabajar y cumplir metas impuestas por la sociedad. La pregunta con la que cierro esta vez es: ¿cuántas primeras citas fallidas serán necesarias para tomar la decisión de ir a terapia?        

Superando el “long covid” sin perder la cabeza.

Por: Mariana Ordoñez. Pensar hoy en día en el 2019 a muchxs nos genera aún una sensación extraña. A veces pareciera que parte del tiempo se congeló junto con personas, lugares, emociones, hábitos y un fragmento de nosotrxs mismxs. Y cuando pensábamos que todo este tema de la pandemia había quedado atrás, un nuevo pico se dispara a pocos días del 2023, casi que retando nuestra fuerza física, emocional y mental. Como si la vida estuviera midiendo qué tanto aprendimos y de qué manera nos enfrentamos a una situación que se repite, nos vemos obligadxs a entender que, aunque creamos que lo tenemos todo resuelto, el azar nos seguirá sorprendiendo de mil maneras, llevándonos a hacer algo a lo que, personas como yo, nos hemos resistido a lo largo de los años: soltar el control.  Y es aquí donde extiendo el hilo de las preguntas: ¿Realmente extraño a mi yo pre-pandémico? ¿Qué tanto he aprendido de la enfermedad? ¿Qué métodos me han funcionado para superar la ansiedad y la angustia en medio de secuelas como la fatiga y el cansancio extremo? Esta vez quiero compartirles una reflexión un poco más personal, al menos para probar si la narración me permite de alguna u otra forma encontrar las respuestas correctas para sobrellevar mi situación actual.    Recuerdo que el día en el que me mudé justo detrás de mi universidad coincidió con el primer día de la cuarentena. Para ese entonces estaba empezando mi tésis de pregrado y aún me faltaban algunas materias por terminar. Siempre me he caracterizado por tomar decisiones apresuradas, por ser muy impulsiva y estar dispuesta a afrontar cambios veloces y abruptos sin pensar mucho en las consecuencias (seguramente todo un producto de la fuerza ariana que me ata). En un par de semanas ya había conseguido roommate y había tomado la decisión de vivir justo en frente de la persona con la que salía. Todo el panorama era perfecto: podría trasnochar durante noches enteras en la biblioteca investigando para mi trabajo de grado y a tan solo un par de escalones llegar a mi apartamento sin tener que pensar en el transporte o en la seguridad, viviría con una amiga y podría pasar tiempo de calidad en mi relación del momento.  Como ya podrán suponer, toda mi fantasía (al igual que la de millones de personas que creían tener el futuro resuelto) se derrumbó en un parpadeo. Para no darle más largas al asunto les resumo: nos encerraron, tuve mi primera tusa (sí, la persona que vivía justo en frente mío me fue infiel, así que dejo a su imaginación lo demás), tuve que hacer mi tesis sin tener contacto real con mi directora y pasé más de 8 meses sin poder ver a mi familia. Lo verdaderamente preocupante de la situación: no tenía trabajo. Y para rematar, el apartamento no tenía ventanas al exterior (solo un par de tragaluces). Como en ese momento no estaba en la mejor situación económica, pensé que podría ahorrar viviendo en ese apartamento que, aunque no era ideal, quedaba a un paso de la u y, al fin y al cabo, como era mi último semestre igual estaría la mayoría del tiempo fuera de casa (gran error).    A falta de ventanas al exterior nos tocó mirar hacia adentro.  (Y digo “nos” porque mi roommate y yo casi que nos fusionamos en una sola persona en ese entonces.) Claro que eso lo entendí muchos meses después de pasar por miles de crisis, el peor desamor de mi vida, pintarme el pelo, hacerme capul, volverlo a pintar, fumar todos los cigarrillos habidos y por haber, subir de peso, tener por primera vez acné, no tener plata y estar lejos, muy lejos de mi familia. Sin embargo, todo eso pasó a un quinto plano después de vivir el verdadero infierno: me dio covid tres veces, dos de esas estuve hospitalizada, la segunda con una infección en los riñones y conectada a oxígeno completamente aislada, sin olfato, sin gusto. Despertándome en las noches ahogada, con miedo a quedarme dormida y a no poder despertar.  Tiempo después y gracias a sesiones de terapia y meditación entendí que el tiempo en el que estuve interna en el hospital pasé por una fuerte depresión. Solo quería llorar y el hecho de estar completamente aislada me hizo ver la oscuridad. No entendía por qué siendo tan joven ya debía pensar en todo lo que pasaría si mi cuerpo dejaba de funcionar (quiero aclarar que hablo desde mi experiencia personal y en ningún momento busco victimizarme, pues respeto muchísimo a quienes vivieron experiencias duras o perdieron a algún ser queridx, mi único propósito es compartir mi historia). Cada contagio al que me enfrenté incluía estar encerrada sin contacto por lo menos 15 días. Esto quiere decir que pasé en total un poco más de 6 semanas aislada en menos de año y medio.    El libro que me acompañó durante este proceso fue El extranjero (1942) de Albert Camus. Es irónico, pues muchxs pensarán que definitivamente no es el mejor texto para llevar un mal momento. Sin embargo, gracias a Camus entendí el verdadero poder de nuestra mente: no importa qué tan encerradxs estemos, solo nosotrxs mismxs podremos elegir ser libres.  El comienzo de este año fue prácticamente para mi una prueba. Como si mi yo pre-pandémico me acechara susurrándome al oído: ¿Vas a seguir repitiendo los patrones que te hacen daño? ¿Acaso no aprendiste del pasado? Y en el momento en que decido esquivar los pensamientos para hundirme en el superfluo carpe diem un primero de enero, ocurre lo inevitable: una semana en cama, fiebre de cuarenta grados por tres días, pulmones averiados y el volver a despertarme en las noches ahogada teniendo que recurrir a un inhalador.  Todo esto junto a fatiga, somnolencia y cansancio extremo. Síntomas que definitivamente invadieron mi cotidianidad y me generaron una ansiedad que creía ya superada. Añadamos a todo esto tener el periodo y ciertos eventos astrológicos no menos importantes como Mercurio y Marte retrógrados con luna llena en Cáncer (lxs seguidores de la astrología me entenderán). En conclusión: un caldo de emociones, una ruptura parcial de la comunicación y muchas, muchísimas lágrimas para calmar el momento.   Luego de madrear incontables veces, preguntarle al mundo una y otra vez el clásico y dramático “¿por qué a mí?”, superar un par de crisis de ansiedad e ira, no querer hablar con nadie, dormir más de 12 horas seguidas por varios días y visitas al hospital con respuestas muy poco alentadoras, descubrí que me sentía en un flashback eterno, como si estuviera repitiendo una situación pasada al pie de la letra, solo que dos años más “adulta”. Recordé a una gran amiga que durante la pandemia, en una lectura de oráculo de runas que le pedí, me dijo algo que quedó por siempre marcado en mi memoria: “Mar, para lograr llegar a la estabilidad emocional que estás buscando, solo debes hacer una cosa: dejar de sufrir.”    Dos años tardé también en entender esa frase. Y es que está muy claro, la enfermedad seguirá existiendo al igual que la probabilidad de contagiarse sin importar cuánto nos cuidemos. El punto está en elegir cómo llevar la situación: o perdemos la cabeza y nos hundimos en el abismo del desespero, o simplemente soltamos el control y sacamos todos los poderes del aprendizaje que hemos recibido desde el 2020. Claro que escribirlo o decirlo es mil años luz más fácil que ponerlo en práctica (aún estoy trabajando en ello). Sin embargo, quiero compartir con ustedes un par de tips que me han ayudado a convivir con la ansiedad y las secuelas de la fatiga y el cansancio extremo: 
  • Meditar. 
  • Escribir (cada vez que me siento abrumada por mis pensamientos). 
  • Hacer ejercicio (esta es la parte que MÁS me cuesta pero procuro al menos caminar y tomar el sol unos minutos al día). 
  • Mantener mi casa limpia y ordenada. 
  • Gritar o llorar (cuanto crea necesario hasta sentirme mejor). 
  • Maternarme (consentirme como lo haría con un bebé).
  • Tomar vitamina B, jugos con jengibre, té verde. 
  • Evitar la lactosa (no comer mucho queso ni tomar mucha leche). 
  • Meter la cabeza en un bowl con agua helada en las mañanas por 30 segundos.
  • Pasar tiempo con mis seres queridos. 
  • Ver MUCHOS memes que me hagan reír. 
  Asimismo, los reportes también tardaron su par de años para denominar este síntoma. Su nombre es: “long covid”. Según el último reporte del Observatorio Nacional de Salud del INS, 29, 5% de lxs sobrevivientes del covid-19 desarrollaron esta sensación de malestar que, aparte de la fatiga y el cansancio, también incluye “dificultades para respirar, problemas para dormir y desórdenes cognitivos como dificultad para pensar o concentrarse”. Las estadísticas no mienten: 1.509.813 colombianxs sufrimos esta secuela que aún carece de seguimientos minuciosos por parte de lxs investigadores.  Para concluir, puedo asegurarles que (en lo personal) no extraño a mi yo pre-pandémico. Definitivamente y gracias a los azares de la vida, aprendí y maduré mucho más gracias a mi yo pandémico. Hoy miro hacia atrás y, aún estando enferma, puedo apreciar y agradecer por todo lo que he crecido: tengo mi casa propia con mi pareja actual, soy mucho más paciente al momento de afrontar dificultades, tengo una mejor relación con mi familia, un trabajo estable y sobre todas las cosas: valoro mi salud y el estar sana.   

¿Quién se inventó celebrar el cumpleaños con pastel y piñata?

  Por: Mariana Ordoñez Desde quienes cumplen el 24 de diciembre (y tristemente a veces sólo reciben un regalo, pero se farrean el triple que cualquier persona) hasta las famosas fiestas de 15 en donde existe toda una preparación que incluye vestido radiante, banquete, los pasos prohibidos y, como dijo Colibritany alguna vez, un ‘chambelán’- celebrar el aniversario del nacimiento es una costumbre que se remonta a miles de años y civilizaciones atrás.    Pensándolo un poco a gran escala y uniéndome a quienes observan los astros, cumplir años también significa que el sol vuelve exactamente al mismo lugar del universo en el que se situaba al momento del nacimiento. Por supuesto que es un día polémico… para algunxs incómodo, pues prefieren pasar desapercibidxs (y que ni se les ocurra hacerles una fiestecita sorpresa). Hay quienes prefieren simplemente no recordar que están envejeciendo. Para otrxs, el mejor día del año para brillar, ponerse la percha y tirar la casa por la ventana. Y bueno, no podemos dejar de lado a quienes, literalmente, les da igual: “es un día más y ya está”. En el caso que sea, se marca un nuevo ciclo y otro se cierra. Qué hermoso igual poder celebrar el simple hecho de respirar, de sentir el placer de estar vivxs.     Antes de ponerme muy trascendental o metafórica, y aprovechando que la tierra está pronta a cumplir su vuelta al sol, quisiera compartir hoy en este escrito la respuesta a algunas preguntas que he tenido últimamente: ¿De dónde nace la tradición de celebrar el cumplir años? ¿Por qué el pastel con las velas alrededor? ¿Qué significa esa vaina de romper la piñata?   El nacimiento de una tradición. La tradición de celebrar el cumpleaños nace en realidad en el antiguo Egipto y, según las investigaciones, se remonta al año 3.000 a.C. Más que celebrar el día del nacimiento, se celebraba la fecha en que un faraón era coronado por medio de un ritual de protección. Más adelante, los griegos tomaron la tradición y declararon, asimismo, día feriado cuando fuera el cumpleaños de algún gobernante. Al llegar el cristianismo, esta celebración era considerada ‘pagana’, tanto así que fue prohibida, juzgada y desaprobada por la iglesia. Sin embargo, fue aceptada por allá en el siglo lV cuando el papa Julio l estableció la Navidad el 25 de diciembre como el nacimiento de Jesús. Así fue que cada vez más familias comenzaron a celebrar el día del nacimiento; primero (y según la historia) solo en los hombres adultos y fue a partir del siglo Xll que se incluyó a mujeres y niñxs.    El pastel con velas es todo un ritual.  El pastel como símbolo representativo del cumpleaños nos ha acompañado a muchxs desde la celebración número 1 de nuestra vida. Pasteles decorados con los personajes de nuestro programa favorito, pasteles de chocolate, de vainilla, tres leches, pasteles para diabéticxs, pasteles veganxs, pasteles tiesos, pasteles dulces y suaves, pasteles petrificadxs con sabor a nevera.    Sea como sea, negar una rebanada de pastel es como negar a la mamá. Y es que este manjar de dioses es el símbolo principal de un ritual: no por nada lo situamos en el centro de la mesa para cantar alrededor de él, escribimos el nombre y lo decoramos con los colores favoritos de la persona, e incluso le clavamos velas proporcionales al número de años en cuestión. Desde el canto al unísono hasta el pedir un deseo antes de soplar la vela (y no poder contarlo porque si no, no se cumple) o el clásico pastelazo en la cara, este momento se convierte en un instante único e irrepetible, en el que toda la atención de lxs presentes se posa sobre una sola persona, creando un espacio dedicado exclusivamente a celebrar el acto de la vida misma. Pero…¿de dónde viene esta costumbre?    Una vez más: la Antigua Grecia. En los primeros tiempos del pastel, lxs griegxs hacían la preparación con una mezla de miel y harina. Se dice que en algún momento lo decoraban con flores y, por supuesto, con velas que se encendían en honor a la diosa Artemisa. La celebración se daba a cabo el sexto día del mes. Asimismo, poco a poco la tradición se llevó para celebrar a los nobles, los héroes y la aristocracia. Tiempo después se extendió a Alemania con su Kinderfeste (festival de lxs niñxs) en donde las velas del pastel se queaban prendidas las 24 horas del día y representaban la luz que acompaña a los seres humanxs a lo largo de la vida.    La piñata como símbolo de evangelización.   Según Marco Polo, el origen de la piñata viene de China y sus celebraciones de año nuevo. Las formas eran representaciones de animales y todas sus características como el color, el tamaño y los materiales se sumaban a una simbología para atraer grandes augurios junto a un buen clima para las cosechas. Ya luego la tradición pasó por Italia, y llegó a México en donde los frailes las utilizaban como elemento de evangelización dentro de las misas de aguinaldo días antes de la Navidad.    Es así como distintas investigaciones marcan que los siete picos representaban los pecados capitales: la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. Según diferentes narrativas, los colores llamativos simbolizaban la tentación que se sumergía en la cotidianidad de lxs seres humanxs. A su vez, la benda para tapar los ojos era un recorderis frente a la ‘fe ciega’, el palo para romper la piñata representaba la fuerza de voluntad que destruía los pecados y los dulces y los juguetes eran en sí mismos el premio al llegar al reino de los cielos, la recompensa de una lucha continua.    La celebración como un acto revolucionario.   Hace pocos días se disparó en Occidente una noticia que muchxs desconocíamos. Resulta que tanto en Corea del Sur como en Taiwán, el sistema que cuenta los años de las personas es diferente al de todo el mundo. ¡Todxs lxs surcoreanxs cumplen años el mismo día! Sí, así como lo leen. Esto quiere decir que un recién nacidx en Año Nuevo cumple dos años apenas llega la medianoche. Se dice que los orígenes de este sistema se remontan a distintas creencias que afirman el hecho de que el tiempo pasado en el útero también debería contarse. Sin embargo, debido a distintas fallas administrativas y complicaciones en las prestaciones sociales y los servicios médicos (junto a costos socioeconómicos innecesarios) a partir del 2023 el sistema será igual al de todo el mundo.    Pensando en esto, llegué a la siguiente conclusión. La celebración también es un acto político y revolucionario: sobrellevar el paso del tiempo, los problemas, los cambios, la sociedad y seguir de pie a pesar de miles de circunstancias adversas siempre debería ser motivo de celebración. Un año más de vida significa mucho más que acercarse a la vejez. Significa que aún (y muchas veces, sin saber siquiera cómo) seguimos luchando día a día por mantenernos aquí. Seguimos superando los obstáculos. Y no lo digo desde un lado triste o nostálgico, lo digo desde una admiración hacia el milagro de la vida, desde un entendimiento de la cotidianidad en la que todxs nos vemos inmersos.   

Christmas Creep. ¿La Navidad está sobrevalorada?

Por: Mariana Ordoñez Llegó la época navideña: con su calor, su alegría, su comida, su unión y, por supuesto, su gastadera de plata. Claro que a muchxs nos encanta la Navidad, pues no existe nada mejor que parchar con familia y amigxs al son de Pastor López comiendo natilla, buñuelo, lechona y tomando un buen canelazo. Sin lugar a dudas este momento del año es catártico: reunirse por el simple hecho de compartir hace que los días sean más llevaderos. Las luces citadinas, las decoraciones, las reuniones y los deseos forman parte de pequeños instantes de paz, en donde respiramos hondo y logramos soltar el peso de las responsabilidades que cargamos durante todo el año. Sin embargo, (y es aquí donde aseguro que el sentido de este texto jamás será quitarle la magia a los días decembrinos, sonando aún más cliché que de costumbre) quiero abrir una pregunta para reflexionar: ¿Puede la Navidad estar sobrevalorada?   Hoy les invito a quedarse; les juro que mi propósito no es más que cuestionar de vez en cuando los comportamientos en los que me veo atrapada como ser social y ver si, por medio de la escritura, logro disipar al menos un poquito todos esos pensamientos que ahogan. Y bueno, claro que es hermoso cuando me topo con que, más allá de ser ideas “obvias”, muchxs se sienten identificadxs con este tipo de expresiones. Así recuerdo que, cuando aquello que cargo internamente a diario se comparte con una colectividad (que también tiene la opción de decidir si le atañe o no), todo tiene más sentido para mí. Volviendo a la pregunta inicial, seguramente lo que a muchxs se nos viene a la cabeza inmediatamente es: consumismo. Es decir, todas esas compras o acumulaciones de bienes (y servicios) considerados “no esenciales”. Está más que claro que la época navideña es la cúspide cuando a este término nos referimos. Y es por eso mismo que quiero plantear esta problemática, pues aunque sea un tema súper evidente, la mayoría lo seguimos dejando pasar de largo porque ya es suficiente con todo lo que tenemos en nuestras vidas personales como para preocuparnos por cosas como estas. Pues bien, para eso estamos también lxs escritores. Para tomar estos puntos cotidianos y moldearlos dentro de un pensamiento colectivo. Recordemos que absolutamente todas las acciones que ejecutamos dentro de este mundo tienen una reacción que va mucho más allá de nuestra individualidad: la naturaleza, el medio ambiente y miles de recursos terminan recibiendo el impacto de nuestro libre albedrío.   Resulta que por allá en 1980 nace un término llamado “Christmas Creep” que, traducido según los medios latinoamericanos, sería el “Adelanto de Navidad”. Para entenderlo mejor: es ese fenómeno que genera que tan solo un día después de Halloween ya estemos pensando en Navidad y que el último viernes de noviembre exista el famoso “Black Friday”. Y no precisamente porque surja de manera innata de nosotrxs mismxs. El término existe porque el mundo del mercado y el comercio logró traspasar, a través de los años (y en gran medida gracias a la tecnología) el sector económico para inmiscuirse en lo social.   Si ustedes se ha sentido presionadxs por hacer compras desde agosto, si sienten la necesidad de estrenar ropa en diciembre, si creen que tienen la obligación de entregarle un regalo a cada unx de sus familiares, amigxs o conocidxs el 24, si suelen escribir una checklist con cosas navideñas para comprar, ustedes probablemente ya sean parte del Christmas Creep.   Ojo, no con esto digo que tengamos que retirarnos de las tradiciones y estar en contra de todo tipo de consumo navideño. Con esto solo quiero generar un poco de consciencia, incluso frente a preguntas o sentimientos que pueden llegar a afectarnos en determinado momento, como al estar presionadxs o alcanzadxs económicamente y sentirnos mal por creer que no vamos a lograr agradecer de manera física a quienes nos han acompañado, o cuando nos cuestionamos por qué nos sentimos obligadxs a comprarle un regalo a ese familiar que ha permanecido ausente durante toda nuestra vida, que solo vemos esa vez al año en una reunión y que seguramente en algún momento se ha preguntado lo mismo.   Y es que según lxs psicólogxs, en nuestro cerebro se activa el “circuito de recompensa” al generar una compra (ya sea para nosotrxs o para alguien más). La dopamina, que es la hormona del placer, es la responsable de que sintamos la necesidad de comprar. Así, se activa a su vez la serotonina e inmediatamente finalizado el proceso nos sentimos alegres y tranquilxs. Ese vacío que teníamos por x o y motivo, en segundos, desaparece. El problema radica cuando realizamos este tipo de compras sin analizar el impacto que tendrán en nuestro bolsillo. Las tarjetas de crédito, el crédito de libre inversión y muchas otras formas de cubrir la deuda se convierten muchas veces en una bola de nieve que, les aseguro, pesa mucho más que la felicidad instantánea o el cumplir con el deber en la reunioncita familiar.   De acuerdo a las estadísticas, para el 2021 “el 35% de los colombianos gastó hasta 600.000 pesos en compras de Navidad”. Esto teniendo en cuenta la difícil situación económica por la que estaba pasando el país luego de la pandemia y que el salario mínimo está fijado en un millón de pesos. Básicamente, esta cifra fue el reflejo de lo importante que sigue siendo para lxs colombianxs el acto de comprar y regalar en Navidad. Entonces…¿hasta qué punto es una tradición?   La primera vez que me cuestioné este tema tenía 10 años. Recuerdo que faltaban unas semanas para Navidad y decidimos reunirnos con un par de amigas en el parque del conjunto con el motivo de mostrar las cartas que le habíamos escrito al Niño Dios con los regalos que queríamos. Una de mis amigas sacó una hoja gigante escrita por lado y lado pidiendo los mejores juguetes que aparecían en televisión en la época: un Furby, un Tamagotchi, una Bratz, My Little Pony y un millón más que cubrían toda la carta. Inmediatamente dudé si el Niño Dios tenía la capacidad para darle tantos juguetes a una sola persona. Me parecía increíble, sentía que si eso sucedía…miles de niñxs alrededor del mundo iban a quedarse sin juguete pues ella iba a tenerlos todos, y que por esa misma razón mis papás siempre me decían que anotara solo 3: para que así el Niño Dios pudiera elegir cuáles eran los ideales para mí ese año según como me había portado. Llegué sorprendida a casa a contarle a mi mamá lo que había sucedido y le pregunté: “¿Mami, será que mi amiga se portó súper bien este año y el Niño Dios va a darle todo lo que pidió? Bueno, aunque yo recuerdo un par de cosas malas que ella hizo…por eso se me hace tan extraño”. Mi mamá solo sonrió, me dio un beso en el cachete y me dijo que únicamente el Niño Dios era quien podía saber eso.    Claro que años más tarde entendí el poder que tenía en realidad esa experiencia de la infancia. La televisión nos bombardeaba con un montón de comerciales que le decían de alguna u otra manera a nuestra pequeña mentecita que debíamos poseer todo lo que promocionaban para ser “cool” y, sobre todo, felices. La alegría se resumía en tener todos los juguetes y, por supuesto, originales. Donde se luciera un juguete de una marca distinta, seguramente lxs compañerxs se burlarían. En lo personal, viví mi infancia en un colegio y en un conjunto con privilegios. La cosa está en que, dentro de esos mismos privilegios, mi consciencia infantil seguía preguntándose el por qué de tantas situaciones extrañas para mí. Y no me imagino la presión que sentían (y sienten) aún miles de padres y familias al momento de pensar en lo que “deben” regalarle a sus hijxs.   Por supuesto que los tiempos han cambiado un montón. Pero no perdamos el valor de la unión, de compartir, de vivir momentos que no volverán a repetirse por estar pensando en la importancia de lo que se va a dar o recibir. La Navidad está sobrevalorada en tanto que, el verdadero valor aún sigue estando en la cantidad de regalos, y no en la cantidad de abrazos, de risas, de tiempo. Ser recíprocxs en la tradición es bellísimo, pero si nace del corazón y no como una obligación que comienza desde agosto.   

¿Estamos realmente presentes? La nostalgia como moda y el peligro de su romantización.

  Por: Mariana Ordoñez   La frase “todo tiempo pasado fue mejor” siempre me ha hecho pensar en la imposibilidad que tenemos lxs adultxs de vivir el presente. Disfrutar del hoy se ha convertido paulatinamente en un privilegio: o nos lamentamos por lo que no podemos cambiar, o estamos en un estado de ansiedad progresivo por querer controlar todo lo que viene. De ahí que muchas veces decidamos quedarnos anclados a un pasado que, sin lugar a dudas, puede estar más idealizado de lo que imaginamos. Me gustaría plantear un par de preguntas abiertas: ¿Realmente todo tiempo pasado fue mejor? ¿O simplemente la nostalgia siempre ha estado de moda y, al romantizarla, no somos conscientes del peligro que lleva consigo? La nostalgia como término nace a finales del siglo XVll, exactamente el 22 de junio de 1688 gracias a un joven de tan solo 19 años. Johannes Hofer, estudiante de medicina alsaciano, presentó su tesis en la Universidad de Basilea en donde buscaba expresar el vocablo alemán Heimweh– que podría traducirse como “dolor de casa” -y que era asimilado como un extraño comportamiento que tenían los mercenarios de la Guardia Suiza al estar lejos de sus hogares por largas temporadas hasta el punto de sentirse enfermos. Los “síntomas” desaparecían en el momento en que regresaban a casa y se reencontraban con familiares y amigxs.   Así pues, el término fue creado al unir las palabras griegas “nóstos” (regreso) y “álgos” (dolor) para definir la mezcla entre melancolía, placer y afecto al pensar o anhelar tiempos alegres del pasado. Asimismo, se describe como “la necesidad o aflicción de estar en otra parte u otra condición”.  Si lo pensamos poéticamente, la palabra y su significado tienen una fuerza indiscutible. No en vano Dua Lipa nombró su álbum del 2020 “Future Nostalgia” y series como “Stranger Things” o “Dark” alcanzaron el éxito en un abrir y cerrar de ojos. Y qué decir de la moda “Aesthetic” en donde la búsqueda insaciable por tendencias retro con toques renovados (que indiscutiblemente producen un extraño placer contemplativo) nos hacen maquillarnos, vestirnos y hasta decorar nuestros hogares al mejor estilo de “Euphoria”.  Música de los 80, el regreso de la moda dosmilera y series que muestran con una dirección de arte impecable el uso de sustancias psicoactivas, generan una mezcla entre identidad, sentido de pertenencia y curiosidad en miles de adolescentes y adultxs jóvenes. La nostalgia se ha mercantilizado a tal punto que la estética noventera “Heroin chic” (caracterizada por cuerpos extra delgados y una apariencia enfermiza) resurgió de la tumba para tener un altar dentro de miles de tendencias en la moda y las redes sociales.   Quiero dejar muy en claro que mi propósito no es satanizar la nostalgia. Claro que rescato la capacidad que tiene de motivarnos, de recordarnos también lo hermoso de cada época y la importancia de vivir los instantes pues, al fin y al cabo, se convertirán en un pasado y nosotrxs mismxs somos quienes decidimos cómo recordarlo. Pensar en la realidad que nos rodeaba antes de que seres queridxs, familiares o amigxs partieran de este plano es algo que nos reconforta, que nos llena de luz y valentía para afrontar nuestro presente. Aquí los videos, las grabaciones de voz, los objetos, las cartas y los lugares que nos llevan a ese pasado siguen teniendo el poder de regalarnos vida y la fuerza necesaria para cerrar algunas puertas, honrar, soltar y asumir nuevos comienzos.  Observar los errores y tomarlos como impulso para transformar nuestro presente es una capacidad increíblemente valiosa que tenemos como humanos. Saber y ser conscientes de que también puede estar en nuestro poder el cambio y que gracias a nuestras experiencias somos lo que somos en el ahora, es un calorcito en el pecho que nos ayuda a seguir adelante. La cosa está en que llegar a ello es algo fácil para pocos, más en un mundo tecnológico en donde podemos volver a tiempos anteriores con tan solo un clic y detenernos allí durante horas, días e incluso meses. Y es que la psicología y distintas investigaciones han afirmado que lxs seres humanxs solemos retener en la memoria los eventos positivos durante mucho más tiempo que los eventos negativos. Esto como un mecanismo de defensa para sobrellevar situaciones dolorosas o desagradables y así poder adaptarnos a los cambios del mundo que nos rodea. Según esto, ¿qué tantos momentos de nuestras vidas ‘no tan buenos’ convertirá nuestro cerebro en momentos ‘alegres’ e incluso ‘mejores’ que el presente?   Muchxs optamos por volver hacia atrás una y otra y otra vez a manera de escape. La nostalgia excesiva nos impide vivir el presente, nos hace pensar siempre en que haber vivido en otra época solucionaría nuestros problemas; agotamos nuestra energía remembrando momentos que se desvanecen, añorando sentir de nuevo. Recorremos caminos viejos, nos aferramos al aura de ciertos objetos e idealizamos las fotografías (incluso de personas que nos hicieron daño) porque sabemos que capturan un instante único, absolutamente irrepetible. Amamos el pasado porque, aunque nos cueste aceptarlo, nos hemos condenado a sufrir. Y así mismo muchas veces el dolor se convierte en un dulce néctar que solemos esparcir a lo largo de nuestros días para darles un sentido.   Es así como el exceso de nostalgia puede llegar a desencadenar distintas emociones en donde la angustia, el miedo al abandono y la soledad se encuentran en un cara a cara con nuestrx niñx interior heridx, que aún es vulnerable y que aún tiene la posibilidad de quebrarse fácilmente.  La OMS (Organización Mundial de la Salud) dicta que el 4,7 por ciento de los colombianos sufre de depresión. Según Dinesh Bhugra, presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría, esta enfermedad fue para el año 2020 la más frecuente en el mundo posicionándose incluso arriba del cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Asimismo, la falta de recursos y accesos viables a tratamientos junto con la estigmatización de la enfermedad son factores que inciden directamente en el aumento de cifras. Quienes somos propensxs a tener enfermedades mentales como la depresión (ya sea por ciertas marcas genéticas de nuestrxs antepasadxs o por un simple desbalance químico en el cerebro) debemos medir cuidadosamente las dosis de nostalgia que estamos dispuestxs a consumir en nuestro día a día.   Sin lugar a dudas para estas fechas navideñas solemos revivir la nostalgia al recordar las experiencias vividas durante el año y a quienes ya no nos acompañan. A medida que pasan los días atesoramos los momentos y cada logro, por pequeño que sea, se convierte en un escalón dentro de las miles de pruebas a las que nos enfrentamos. Lo único que me queda por decir es: qué importante es ver el pasado con los ojos del amor y el perdón, pero más aún, qué importante es aprovechar el presente que nos rodea y nos llena de vida para seguir aprendiendo.

Del workaholismo al tiempo de ocio. ¿Por qué sentimos que descansar está mal?

Por: Mariana Ordoñez En el mundo de la inmediatez, donde todo tiene que estar terminado para ayer, nace por allá en 1968 a través de una imprenta la palabra workaholic. Asimismo, se populariza rápidamente gracias al libro Confessions of a workaholic del psicólogo y educador estadounidense Wayne Oates. Pero más allá de investigar a fondo su procedencia, esta vez quiero hacer énfasis en la normalización que existe hoy en día respecto al término y en cómo está relacionado con el tiempo de ocio. Ya sea porque llegó a nosotrxs por medio de las redes sociales, o en un podcast de autoyauda o, por qué no, a través de un horóscopo capricorniano, referirnos a otra persona e incluso a nosotrxs mismxs como workaholics en tono humorístico es tan solo el reflejo de la siguiente afirmación: el trabajo constituye el centro de nuestra vida, tanto así, que identificarnos como adictos a él no es considerado algo preocupante. Simplemente forma parte de un rasgo de nuestra personalidad y, como dicen por ahí, lxs que sufrimos la adicción deberíamos -por el contrario- sentirnos orgullosxs. Todo esto responde entonces a la pregunta que me planteé por más de 3 años durante todas las noches que no pude dormir debido a mi ansiedad: ¿por qué sentimos que descansar está mal?   Hace un par de días escuché en un live realizado por dos filósofos mexicanos muy jóvenes que Aristóteles decía: “trabajamos para poder tener ocio”. Luego se remontaban a la etimología de la palabra “negocio” la cual deriva de las palabras del latín “nec” y “otium”, es decir, “lo que no es ocio”. Justo en ese momento pensé en lo irónico que es el hecho de que los seres humanos pasamos la mayor parte de nuestra vida buscando el equilibrio entre dos palabras que se contradicen. Trabajamos duro, durísimo para ganarnos la papa, nos levantamos cada día casi que en modo avión a repetir nuestra rutina: de la casa a la oficina, trancón de quién sabe cuánto tiempo (y peor cuando es trancón de transmilenios) una hora de almuerzo en donde TikTok o Instagram se convierten en nuestros mejores amigos, una selfie con el hashtag #workinprogress para demostrar que somos mega productivxs, más trabajo y un trancón vuelta a casa en donde los pensamientos se vuelven más lentos, el cansancio nos pone irritables y ojalá que no esté lloviendo, porque ahí sí el día (por lo menos para quienes vivimos en Bogotá) termina de volverse 100% insoportable. TODO esto para fantasear con el viajecito de fin de año, la boleta del próximo concierto, el poder invitar a comer a un lugar bonito a nuestra familia, el regalo de un home shower, el programa de yoga, el mejor vaporizador, el curso de ley de atracción, los productos de skincare y millones de planes más que anotamos en nuestro Google calendar o en nuestras libretas súper mainstreams llenas de colores y afirmaciones para manifestar el descanso que sabemos muy bien nos merecemos. Dicen que el ocio es “cultivarse a unx mismx” y eso es justamente en lo que muchxs buscamos hoy en día invertir nuestro dinero trabajado con sudor, lágrimas y mucho, muchísimo café.   Soy también supremamente consciente de que hablo desde un lugar bastante privilegiado. Porque, seamos honestxs, el ocio también es un privilegio. Sin embargo y en este caso, no puedo hablar desde un lugar de enunciación que no sea el mío, así que, si le interesa y se siente identificadx, bienvenidx sea. Respondiendo entonces a la pregunta que me hacía en las noches, podría decir que sentimos que descansar está mal porque no ser productivxs también nos aleja de nuestro tiempo de ocio. ¿Descansar es perder tiempo y, por ende, perder plata? Porque es que si no hay trabajo: adiós viajes, adiós conciertos, adiós gym, adiós restaurante… adiós tiempo para nosotrxs mismxs. Entonces, es así como la relación entre ocio y productividad se convierte en un símbolo infinito, en donde sin lo uno no existe lo otro. Percibimos los días cada vez más cortos y atesoramos nuestros hobbies, los ponemos en un pedestal y rogamos para que no se conviertan en un sueño frustrado por culpa del poco tiempo. Recuerdo que la última vez que renuncié a un trabajo de una “gran” empresa tuve una discusión con un familiar: él me decía que le preocupaba mi estabilidad, que no entendía por qué lxs jóvenes de hoy en día nos la pasábamos “brincando” de trabajo en trabajo, que en su época era muy diferente y que él trabajó más de 30 años en el mismo lugar y nunca se quejó. Que lxs colombianxs habíamos nacido para guerrearla, para luchar.     Yo le respondí que claro que lo entendía pues trabajo desde muy joven para ganarme mis cosas. Sin embargo, a lo largo del camino que elegí, entendí que no vinimos al mundo solo a luchar y guerrearla, también vinimos a ser felices; y tener tiempo para unx mismx definitivamente hace parte de esa felicidad. Y es que según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde), para el 2020, se encontró que Colombia es el país donde más se trabaja con un promedio de 48 horas laborales a la semana por persona, siendo que en Latinoamérica la media oscila en 20 horas semanales. Es decir, lxs colombianxs sufrimos de un mal llamado “pobreza de tiempo”: las 168 horas de la semana no alcanzan para trabajar, desplazarnos, cuidar el hogar, criar a lxs hijxs, cocinar, hacer ejercicio, cuidar nuestra salud mental y dedicar tiempo a nuestrxs seres queridxs.  ¿Qué podemos hacer entonces al respecto? Amaría tener una respuesta objetiva, por ahora me despido recomendando hacer cualquier cosa que nos guste con el único fin de poner la mente en otro lugar que no sean las responsabilidades, al menos 30 minutos al día. Si invertimos toda nuestra energía en trabajar, cultivarnos a nosotrxs mismxs jamás debería sentirse mal.  

El fútbol como religión

Por: Mariana Ordoñez El fútbol, sin lugar a dudas, es un deporte que mueve almas, pasiones y egos de miles de personas alrededor del planeta (sin hacer énfasis en la cantidad de dinero y corrupción que también está en constante movimiento desde hace muchísimo tiempo, pero esto se lo dejo mejor a Netflix en su serie FIFA Uncovered (2022)).  Y aunque el tema principal de este artículo no será Qatar, no puedo dejar de lado el hecho de que la muerte de más de 6.500 inmigrantes trabajadores en la construcción de estadios para el Mundial junto con la censura, la misoginia, el estricto código de vestimenta, la cohibición del derecho a la libre expresión, la homofobia y muchas otras reglas atroces sean aún hoy en día temas secundarios comparados con la diversión y la pasión por el espectáculo.  Sin embargo, este deporte es la pieza del rompecabezas que nos hacía falta para sentirnos completxs, es la alegría que des-automatiza la cotidianidad y nos ayuda a vivir el presente, es un ritual en el que soltamos nuestras penas y nos esperanzamos de nuevo. Tanto en el barrio como en la Champions, tanto para quienes lo jugamos como para quienes lo celebramos, este deporte nos conecta con nuestrx niñx interior, nos da la capacidad del asombro, nos hace vulnerables e invencibles al mismo tiempo. El fútbol, como la religión, mueve masas, afirma identidades y nos hace sentirnos parte de algo, nos muestra la importancia de la unión y lo colectivo, nos impulsa a recobrar la fe que en algún momento perdimos en este mundo terrenal a causa del tedio, las necesidades y la incertidumbre. Pero no por eso deja de estar dentro de la esfera del fanatismo y puede llegar a convertirse en una fuerza de poder incontrolable. La iglesia Maradoniana, un culto al dios del fútbol “La diferencia entre Maradona y Dios es que de Maradona hay pruebas de que existe” son las palabras que regala a la cámara- en el documental de Vice La Iglesia de Maradona en Argentina – Miscelánea (2018)- Walter Rotundo, miembro de la Iglesia Maradoniana y padre de dos hijas gemelas a quienes bautizó “Mara” y “Dona” como símbolo de devoción a su Dios Diego Armando. La iglesia, fundada el 30 de octubre de 1998 en la ciudad de Rosario, Argentina, es un espacio en el que sus fundadores Hernán Amez y Alejandro Verón logran mantener la pasión y la importancia que tiene para los feligreses la figura de Maradona (nombrada como D10S, del tetragramatón YHWH (yo soy el que soy), resultado de la fusión entre “dios” y el número 10). A su vez, la cronología de la iglesia se remonta al 30 de octubre de 1960 y se conoce como “d.D” (después de Diego).   Por más absurdo que pueda parecer a muchxs, la iglesia ha tenido una expansión importante en distintos países como España, Estados Unidos, Italia, Chile, México, Brasil, Escocia, Japón, Alemania (solo por nombrar algunos) y se dice que cuenta con más de 500.000 seguidores que aún hoy en día profesan su legado entre hijos, familiares, cónyuges y amigos. Y por nada del mundo podemos dejar de lado la importancia de los 10 mandamientos, en donde “La pelota no se mancha, como dijo D10S en su homenaje”, “Difundir los milagros de Diego en todo el universo.”, “Honrar los templos donde predicó y sus mantos sagrados” y “Llevar Diego como segundo nombre y ponérselo a tu hijo” son tan solo algunas de las afirmaciones que deben repetirse y que seguro unx que otrx seguidor tiene tatuado en alguna parte del cuerpo. Y como oración en el hogar antes de ir a dormir, este “Padre Nuestro” bajo la figura no de Jesús crucificado, sino de un Diego Armando sosteniendo muy sonriente una pelota:          Diego nuestro que estás en la tierra,          santificada sea tu zurda,          venga a nosotros tu magia,          háganse tus goles recordar,          así en la tierra como en el cielo,          danos hoy una alegría en este día          y perdona aquellos periodistas          así como nosotros perdonamos a la mafia napolitana.          No nos dejes manchar la pelota y líbranos de Havelange…          Diego. Los juegos olímpicos fueron creados en el mundo griego en honor a los dioses. Todo un espectáculo en el que se admiraba al deportista por su cuerpo escultural y su pureza de alma, dos factores que, al unirse, convertían al atleta en lo más parecido a una deidad posible. La cosa es que Diego no es considerado hoy en día como un cuerpo que representa a Dios, sino como un dios en sí mismo. Según Nelson Castro, presentador de televisión, médico y escritor del libro La salud de Diego. La verdadera historia (2021) el corazón de Maradona tuvo que ser removido de su cuerpo antes del entierro para evitar que fanáticos y seguidores de las barras bravas lo saquearan en su tumba luego de que se destapara el escándalo de sus crímenes contra varias niñas y mujeres.    Sus incontables comportamientos misóginos acompañados de frases como “Si tú quieres hacer una nota con tu mujer, me parece bien, pero que tu mujer empiece a hablar de fútbol, de tácticas, de que tenía que jugar este o el otro…¡No hermano!”; sus abusos, sus adicciones; sus trampas en la cancha (como la famosa “mano de Dios”, jugada que llevó a Argentina a ganar en el mundial de 1986) y todos sus pecados en la tierra pasan entonces a un segundo plano, se borran de las memorias tal cual como suele suceder en algunas conversaciones sobre la inquisición o el abuso del poder a través de los años por parte de la iglesia. La cancha como templo  Por otro lado, y omitiendo el sinsabor que he tenido durante años por la industria, la experiencia de ir a un partido de fútbol, para mí, también puede ser completamente mística. Ya sea en el barrio o en el estadio, todos los preparativos forman parte de un mismo ritual, tanto si se va a jugar como si se va de espectador. Es un espectáculo catártico para soltar nuestra mi3rd4.   Todo comienza con ponerse la camiseta y unos buenos zapatos, pero no para ir a misa, no señor, esta vez depositamos la fe en la pelota. Las luces encendidas alumbran desde el más allá a quienes están en el centro, jugadores y espectadores nos damos la bendición, nos persignamos y enviamos un beso al cielo para que la energía sagrada nos proteja. Si tenemos un vinito, carne o papas para picar y unas buenas polas compartiremos y brindaremos juntxs como familia la abundancia que nos rodea. Ya en marcha el partido, comienzan las barras, que como coros (esta vez, para nada angelicales) impulsan a su equipo a ganar e intimidan al contrincante, esto como una gran metáfora de la vida, en donde las emociones nos dominan y pasado y futuro se desvanecen para dar lugar a la experiencia del instante único y presente.  Todos nuestros problemas, nuestros miedos y preocupaciones se esfuman de nuestra mente; el tiempo se estira, nuestra percepción frente al universo cambia como si formáramos parte de una meditación colectiva en donde el alma se despega de nuestro cuerpo gracias a la adrenalina y a nuestras confesiones de grito herido. Al primer gol nos damos la paz, pero no con la mano, esta vez con un abrazo que rompe costillas y nos recuerda que nuestros pecados, al menos por 90 minutos, serán absueltos gracias a la emoción del momento. “El fútbol es la única religión que no tiene ateos” profesó Eduardo Galeano en su libro El fútbol a sol y sombra (1995). Ojalá y más bien fuera “(…) la única religión que no tiene muertes”. Pero por hoy prefiero recordarlo como un legado que llegó a nuestras vidas para transformarlas positivamente y mover pasiones escondidas.

Las tetas y el esfuerzo de aceptarlas

Por: Mariana Ordoñez Todas nos hemos cuestionado en algún momento de nuestras vidas el tamaño, forma y color de nuestras tetas. ¿Son demasiado oscuras, demasiado claras? ¿Limones o melones? ¿Lisas o arrugadas? ¿Serán adecuadas para el vestido strapless o el crop top que está de moda? ¿Está mal que se vean las estrías en el bikini que compré para el viaje que tanto tiempo llevo esperando? ¿La persona que me gusta notará por este bralette que tengo un pezón más grande que otro? Es un hecho que hoy en día las mujeres nos esforzamos cada vez más por aceptarlas tal cual son, ya sea porque existe una red de sororidad que incluye a distintas influencers, activistas, médicas y psicólogas que nos impulsan a amarlas y a reflexionar sobre la importancia de sentirnos cómodas con nuestro cuerpo, o porque simplemente tiramos la toalla y entendimos que cumplir con un canon de belleza establecido es absurdo e imposible. Pero ahí está el punto: aún sigue siendo un esfuerzo.   Barrido histórico. La moda y las tetas.   Si visualizamos una línea de tiempo (y dejamos de lado el hecho de que no soy historiadora) podemos ver cómo a través de los años la apreciación de las tetas ha mutado considerablemente. En la Edad Media las mujeres solían casarse a los catorce años de edad. Asimismo, el atractivo de sus senos se centraba en que fueran pequeños, tal y como predicó Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en el Libro de buen amor (1330-1343) donde su discurso incluía una extensa descripción del deber ser en los rasgos femeninos: lo diminuto era sinónimo de armonía. Luego viene el Renacimiento, donde los artistas se desligaron de ciertos valores religiosos para exaltar la anatomía, belleza y naturaleza humana. Un ejemplo de esto es La Fornarina (1520), en donde el artista italiano Rafael Sanzio retrató los senos descubiertos de la modelo romana Margherita Luti, resaltando su palidez y forma de manera sensual.   Ya en el Barroco, la pomposidad y el escote se impuso como moda en los vestidos, donde el corsé levantaba el busto y resaltaba su tamaño. Posteriormente, el Romanticismo tuvo un giro importante, en donde la belleza y lo grotesco entraban en un debate constante. La naturaleza pluriforme tomó un papel predominante y los pechos se convirtieron en un acto político y de libertad como bien expuso Delacroix en su famoso óleo La libertad guiando al pueblo (1830).  Tantos cambios, tantas perspectivas, tantas formas de admirar, estudiar y analizar las tetas. Pero la vaina hasta ahora comienza…¿qué decir de la llegada del siglo XX con sus miles de transiciones e imposiciones a la hora de re-pensar el valor de las chichis?  Los años veinte con Coco Chanel y sus modelos planas y elegantes, los treintas con sus trajes de cuello alto, donde debes ocultarlas, pero a la vez está bien mostrarlas, pero sólo de manera sutil y si vistes elegante. Y pasemos a los cuarentas, donde debemos ser fieles y servir siempre a nuestros maridos, estamos en guerra, no es momento para estar mostrando las tetas, a menos que seas la Mujer Maravilla o Cat Woman, o una chica pin-up en el poster preciado de un soldado que necesita un amuleto de suerte, un motivo para llegar a casa. ¿Acaso eres una superheroína? Pero sigamos bajando la censura, vámonos a 1950, donde tu ideal de belleza sí o sí debe ser la “rubia explosiva”, Marilyn Monroe, ahora por fin tus caderas anchas y tetas voluminosas llamarán la atención. Las podrás ver en las revistas, tendrás el impulso para verte siempre sexy. Pero ojo, de nuevo, solo para tu marido. No sea que te confundan con la chica del burdel. Y vámonos a los sesentas, los setentas, los ochentas, donde podrás usar ropa más cómoda, hasta sin brasier, pero procura verte siempre delgada, sin enfermarte, debes verte sana. Tus tetas serán un acto revolucionario, pero hasta un punto, pues los límites igual serán impuestos por los hombres, si vas a Woodstock podrás mostrarlas solo por un instante, antes que miles de manos desconocidas aprovechen el momento perfecto para tocarlas.  Y así podríamos seguir por el siglo XXl: tetas grandes y voluminosas en el porno, tetas operadas, tetas en las pancartas, tetas en tus artistas favoritas, tetas en publicidad, en moda, en música, en comida…y al final, tetas para nunca entender cómo deben lucir realmente unas buenas tetas.  Mis tetas las acepto yo  Recuerdo la primera vez que alguien habló sobre las tetas de una compañera en el colegio. Estábamos en el salón, tendríamos 12 años, cuando uno de los chicos guapos del grupo exclamó: “¡Esa vieja tiene unas tetas riquísimas!”. Al instante pensé en las mías y le pregunté: “¿Cómo así riquísimas?”, a lo que él respondió: “sí, como blanquitas, redondas, ni muy grandes ni muy pequeñas. Como suavecitas…perfectas”.  Ese día llegué del colegio a mi casa directamente a mirarme las tetas en el espejo. Eran blancas, suaves y cabían en mi mano. Pero noté que una era ligeramente más pequeña que la otra y me asusté. ¿Será que algún día alguien lo notaría? Inmediatamente comencé a imaginarme las tetas de mis amigas, pensando inocentemente si entrarían dentro de la descripción lanzada por mi compañero. Desde ese momento de mi vida comencé a cuestionarme si tanto las niñas que me rodeaban como yo, encajábamos en ese ideal de “tetas perfectas”.    A través del tiempo y cuando fui creciendo viví miles de momentos de agrado y desagrado hacia ellas. Desde querer mostrarlas en un vestido sexy para una fiesta, hasta querer esconderlas en el transmilenio o en una entrevista de trabajo para no “llamar de más la atención”. Luego de innumerables experiencias traumáticas, terapias psicológicas y muchas, pero muchas conversaciones con amigas, logré vislumbrar una pequeña luz en el camino, y entendí que mis tetas no las acepta el arte, la moda, la publicidad, mi familia o incluso mi pareja. Mis tetas las acepto yo.  Según la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética, en Colombia se han practicado desde el año 2020 más de 366.000 procedimientos estéticos, siendo el aumento de senos uno de los más buscados. En el 2017, el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses dictaminó que las muertes en cirugías estéticas hasta el año anterior habían sido 30, de las cuales 21 eran mujeres.  ¿Cuál será la cifra hasta el día de hoy? Aún no lo sabemos. Miles de mujeres nos debatimos constantemente entre el ideal de belleza que nos impone la sociedad y la belleza multiforme, donde no debería existir un espacio de clasificación y encasillamiento. Lo que sí sabemos, es que existimos cada vez más mujeres que nos unimos a una búsqueda colectiva e individual de entender y aceptar nuestras tetas tal cual son: con sus formas, sus colores, sus texturas y sus miles de transformaciones. Y que aunque el esfuerzo de aceptarlas definitivamente no es ni será un proceso lineal, al final son solo nuestras y solo nosotras decidimos qué hacer con ellas. 

Cuestiones sobre tener hijos.

Por Santiago Rivas Tener o no tener hijos es una tremenda decisión. Siempre lo ha sido y, curiosamente, es algo que también durante años parece que dimos por sentado. Tiene consecuencias en todos los niveles, desde el tiempo libre hasta el ritmo de gastos de la vida.  Con el paso de los siglos se ha convertido en una decisión más compleja, gracias a cierta hermosa obstinación que nos hace, aunque siempre traten de evitarnos la fatiga, cuestionar lo que está establecido. Es decir, las generaciones actuales todavía crecieron educados sobre la base de que el destino de todo el mundo es reproducirse, porque solo así existe ese legado del que tanto se habla.

Es la cuestión existencial por excelencia

Lo es, porque tiene que ver con nosotros mismos. Esa idea de la memoria, la perpetuación de los genes, es una locura. Al comienzo era fundamental, porque de eso dependía la supervivencia de la especie, y ese instinto aún lo tenemos. Es natural que la gente quiera tener hijos. No es una traición al planeta, al feminismo, a tu complejo de Peter Pan o tu vida de soltero fiestero, tampoco es una traición a tu puta agencia (por decir una empresa al azar, obvio) que te obliga a trabajar treinta y seis horas seguidas en nombre de “la milla extra” o quién sabe qué tontería.

Es la decisión de género del momento

Es trascendental, porque no es igual para mujeres que para hombres. Nos obliga a hablar desde nuestro lado y a poner de nuestra parte. A escuchar y pensar si entendemos los procesos que se van a surtir en el otro, en la otra, en el otre. Obviamente es mucho más duro para las mujeres. No es solo el dolor, que ya está por encima de lo que cualquier hombre podría soportar en cualquier circunstancia, sino la aparente obligación de la entrega incondicional, que de no serlo, estará matizada por la culpa.  La asignación dogmática y violenta de los roles de género, la depresión post parto, la angustia de no sentir conexión alguna con le hije al frente, la sensación de confinamiento que trae consigo. Las cuestiones de libertad que contiene y que conecta, la influencia que tiene en la sexualidad (por su pérdida o aplazamiento) hacen que sea un tema de principio a fin ligado a todo lo que está envuelto en la vida moderna y que sigue golpeando especialmente a las mujeres. Solo con el dolor, natural o quirúrgicamente inducido, la violencia obstétrica y la negativa de muechas sociedades a despenalizar el aborto y garantizar su acceso libre, traen consecuencias nefastas para nuestra manera de entender el hecho de tener progenie y familia.  Para los hombres es más fácil, pero al mismo tiempo trae unos retos muy grandes, porque el machismo hace sufrir también a los hombres. El primero tal vez sea la sensación de responsabilidad, que no estamos (al menos mi generación) acostumbrados a afrontar. No me refiero a proveer, sino a estar ahí, presente, a cuidar y pensárselo en el día a día, ponerle el pecho y la cabeza. Al principio el amor, la relación directa hormonal, suple el impulso necesario, pero rápidamente un hombre puede irse desconectando de ese deber, sobre todo, y este es el segundo reto, por una sensación constante de ineptitud y de culpa. Se puede solucionar, solo afrontando de frente la decisión que uno tome.   

Es la cuestión afectiva del momento

El asunto con las relaciones de pareja y la forma en que se supone que se solidifican, solo para empezar a resquebrajarse, hace que esta sea una decisión clave en la vida de quienes verdaderamente se aman. Muchas diferencias hasta el momento ocultas afloran cuando dos personas deciden procrear. La relación con la comida, los modales, la autoridad, los gustos, la enfermedad, empiezan a inmiscuirse en las conversaciones diarias y pueden volverse barreras insalvables si uno no cuida sus propias neurosis y obstinaciones y todo esto está desatado por una persona que no tiene la culpa, que no debería sufrir ninguna de las consecuencias de nuestras cuestiones neuróticas y preguntas acechantes. Y claro, el sexo. Por un tiempo simplemente se suspende y obviamente puede volver, pero la relación de las personas con su intimidad cambia, de la misma forma que su relación con el propio cuerpo. El ruido, el contacto, el dolor, las cosas que se ven y se viven, transforman completamente los entornos afectivos. No es simplemente la ola de amor que se siente, no es simplemente el afecto y el cariño y el cuidado, tan bellos en abstracto, tan difíciles en concreto y sobre todo, tan complejos. Tener hijos es una cuestión crucial y de esa manera, es una cuestión compleja.  

Es la cuestión económica del momento

Es una cuestión macro y microeconómica, tener hijos (o no). Micro, porque es un costo tras otro, porque desde el embarazo y las clases, las citas, los viajes, las adaptaciones, todas las cosas cuestan plata que la gente antes destinaba a otras cosas, las que fuera. Luego, esa plata empieza a ser más plata y empieza a destinarse a todo tipo de productos nuevos, pañales (incluso los reutilizables, que los hay muy buenos), ropa y zapatos. Hay formas de economizar en eso, pero en un sistema educativo tan precario como el colombiano, quien pueda va a optar por enviar a sus hijes a un colegio bueno y los públicos de alta calidad, lastimosamente, son rapados por lo raros, por lo que empiezan a pesar cuestiones de todo tipo en materia económica y esa es una cartera dura. La vivienda cambia, los doctores cuestan, los remedios, todo. En un país empobrecido es importante siempre pensar en lo que vale, pero también en lo que implica políticamente, lo que nosotros debemos, en nombre de les hijes que ya nacieron y les que no han nacido, que todo cambie. Incluso que se derrumbe todo, porque necesitamos mejor vida para esos hijos. Por lo tanto, es una cuestión macro. Porque somos mucha gente y cada vez más, y por eso sentimos la urgencia de parar e incluso en términos de crecimiento poblacional, la decisión individual de tener o no una progenie tiene un impacto global. El costo de las cosas, la cantidad de cosas a disposición.  El espacio, los espacios que se supone que habría que empezar a ocupar. Los hijos y los sistemas de gobierno, desde el capitalismo que empobrece a muchísima gente pero igual les vende producto tras producto para la maternopaternidad y para el cuidado de bebé y para poner bonite a bebé y etc., etc., hasta el comunismo chino que logró por años mantener a raya el crecimiento desmedido de su inmensa población, pero está empezando a darle otra vez espacio a un segundo hijo por familia. ¿Vale la pena justificar la restricción poblacional? ¿Se justifica? Es posible, y por eso es tremendo asunto, que no solamente tiene que ver con lo económico, o que teniendo que ver con lo económico, directamente empieza a impactar nuestros modelos productivos. Cuando pensamos en tener familia, pensamos en darle a cada hijo o hija una vida mejor a la que tuvimos, pero es claramente imposible para la gran mayoría de las personas. El mundo ha mejorado en algunos aspectos, pero no es suficiente. El problema es que no hemos encontrado el modelo que nos permita crecer sin llevarnos todo a nuestro paso y, por lo tanto… Lea también: La ansiedad de vivir con ansiedad 

Es la cuestión ambiental del momento

Tener hijos se ha vuelto la cuestión ambiental por excelencia. Con todos los matices que eso conlleva. Primero, porque traer hijos a este mundo de mierda a que sufran la crisis climática y las tormentas, el calentamiento global y las crisis alimentarias es una canallada y hace ver el acto de procrear como un capricho del ego, una vanidad de quien quiere verse en una personita que llegó a presenciar el apocalipsis. Segundo, porque cada nuevo hijo o hija requiere de alimentos, manutención, cuna, ropa, zapatos, pañales. Materias primas y muchísimo plástico, más agua para bañarse, rellenos sanitarios o algún lado donde apiñar millones de millones de pañales cagados en todo el mundo que el capitalismo está siempre dispuesto a ofrecer, pero por los que nunca responderá. Y encima esa parranda de pelotudos haciendo revelaciones de género que cuestan más plata y nos llenan de ira y desasosiego que, lo crean o no, son también un indicador ambiental, porque por instinto deberíamos ser la primera especie en cuidarnos y sentir que las cosas no valen la pena trae consecuencias directas en nuestra forma de comportarnos, que afectan al planeta entero. Es a ese precio, llaves.  Hasta ahora, los sistemas de herencias no han sido suficientes para combatir el rutilante brillo de las cosas nuevas que podríamos tener y en este mundo miserable hasta ser sostenible cuesta y solo puede hacerse desde el privilegio. Solamente gente que tenga tiempo y comida puede ponerse a pensar en los sistemas agroecológicos en los que se cultiva cada uno de los huevos que se comen sus hijes. No quiere decir que debamos abandonar la idea de mejorar los hábitos de consumo, sino que debemos rápidamente encontrar una fórmula que nos permita gestionar nuestra vida como especie, de manera que no nos extingamos y paradójicamente todo está involucrado en el proceso de decidir si uno se reproduce o no.

Es la cuestión más estúpida del momento

Entonces es crucial, pero es al tiempo la cuestión más estúpida. Es imposible de discutir, o se puede discutir, pero, pese a lo que cree Héctor Abad, no hay acuerdo en que dejar de reproducirse sea la mejor respuesta a la crisis ambiental que está a las puertas. Claro que impacta el crecimiento demográfico, pero la reproducción también hace parte de nuestras vidas y, de paso, se ha utilizado ese argumento bobo de “intincis dijin di tinir hijis” para evitarnos dar una conversación a fondo sobre nuestros sistemas y modelos económicos, sobre injusticia social y ambiental, sobre redistribución del ingreso y sobre el hecho miserable e inexplicable de que vivir cueste puta plata, cuando el planeta es de la especie, no del malparido sistema que hace que tengamos que pagar para comer comida y beber agua.  De hecho, si existe un acuerdo, precisamente está en que la mejor manera de frenar la explosión demográfica es mejorando el nivel de vida de la gente más pobre, que en Colombia es demasiada. Le reprochamos a la gente tener hijes, para evitarnos hablar sobre lo importante que es redistribuir el ingreso y garantizar una salud reproductiva y educación sexual al alcance de toda la gente, empezando por la posibilidad de abortar, que mucha gente seguirá sin tomar. Las libertades no están hechas sobre el mandato de ejercerlas siempre y ante cualquier situación. Pero además, es una cuestión sumamente estúpida, porque nadie ha logrado frenar que nos reproduzcamos. No vale tener la razón, no importan las cifras ni el bolsillo. Es verdad que implica unas enormes responsabilidades, empezando por la de saber lo que hacemos, si queremos o no, o si estamos queriendo porque naturalmente nuestro cuerpo nos empuja a ello y no porque nosotros en realidad lo queremos así. Sobre todo, saber si estamos preparados, si entendemos hasta qué punto nunca lo vamos a estar,  o si vamos a dejar que la vida nos prepare a las patadas. Sin importar lo que uno escoja o el universo escoja por uno, va a estar bien. Eso, sin embargo, no nos exime de nuestra obligación de afrontarlo con responsabilidad y echarle cabeza, de pensar en el planeta, pero también, al mismo tiempo y con la misma intensidad, en esa persona que uno va a traer acá el mundo, a clavarle, si no se fija, todos sus traumas familiares, todas sus heridas y, encima, una crisis climática.    

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