¡Que se joda la culpa!, Todo lo rico no se trata de una apología al exceso, sino una celebración del placer sucio y diverso.
Sean todos bienvenidxs.

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¿Por qué tener ídolxs podría ser una mala idea?

Por: Mariana Ordoñez    Para nadie es un secreto: desde pequeñxs nos enseñaron que la fama y la popularidad estaban relacionadas a grandes personajes cuya vida era de ensueño. En un mundo marcado por personalidades de Disney y Hollywood, en donde las princesas excluidas (siempre perfectas, siempre intactas) necesitaban ser salvadas por el héroe (el príncipe, la estrella), nos hicieron creer a lxs mortales que sus características estaban relacionadas de alguna u otra manera a la vida común y ordinaria, esa que casi todxs vivimos.    Así pues, personajes ordinarios se convertían en algo extraordinario e insólito, cargando siempre una que otra marca de “normalidad” que los hiciera siempre cercanos a nosotrxs. Desde Superman y Alicia en el país de las maravillas, hasta Marilyn Monroe o Elvis Presley, personajes ficticios y reales dejaban cada vez más de ser seres inalcanzables para convertirse en personas de carne y hueso.    La palabra “ídolo” es descrita por la Real Academia Española (RAE) como “imagen de una deidad objeto de culto” y “persona o cosa amada o admirada con exaltación”. ¿De dónde viene esa necesidad de deificar a ciertos personajes para alabarlos colectivamente? ¿Acaso es inherente al ser humano anhelar estándares de perfección? ¿Qué tanto tienen nuestrxs ídolxs para que se conviertan en figuras intocables?    De la cultura fan a lxs ídolxs caídxs    Sin lugar a dudas, para que existan ídolxs deben existir personas que idolatren. Y es aquí donde entra la cultura fan. El sociólogo John Brookshire Thompson explica cómo el fenómeno fan debe tenerse en cuenta como un hecho social surgido en contextos cotidianos en donde diferentes personas pueden experimentar de manera pasional u obsesiva sus aficiones. Todxs podemos ser fans en algún momento de la vida y, asimismo, organizar nuestra existencia según el seguimiento habitual de aquellas aficiones como: una banda, un equipo de fútbol y un actor o actriz de cine.  El punto está en que, según Thompson, el acto de ser fan se basa precisamente en “relaciones de familiaridad no recíprocas con personajes famosos”.      Según distintos estudios, la mayoría de personas solemos experimentar el “ser fans” como una etapa durante la adolescencia, en donde a través de una búsqueda constante de la formación del “yo” y la necesidad de re-afirmar nuestra individualidad, podemos llegar a convertir a nuestrxs ídolxs en referentes directamente relacionados a nuestro aspecto y personalidad.    Asimismo, los fans son personas que hacen una lectura e interpretación propia de ciertos relatos dentro de diferentes industrias; lectura que permea de manera significativa su cotidianidad y, a la vez, su forma de ver el mundo. ¿Qué pasa entonces cuando aquellos personajes idolatrados cometen un error e incluso, peor aún, un delito? ¿Qué tanto podemos como fanáticxs o espectadores separar al autor de su obra en estos casos?    A mediados de 1993, Michael Jackson fue investigado por el delito de abus0 s3xu4l. En el año 2005, el escándalo se destapó de nuevo debido a la historia de un niño de 13 años. Sin embargo, el caso se ‘resolvió’ fuera de los tribunales. En 2019, salió a la luz el documental Leaving Neverland, en el que Wade Robson y James Safechuck afirman haber sido víctimas de abus0 por parte del artista durante siete y cinco años en la década de los 90. Miles de personas alrededor del mundo cancelaron de manera explícita a Jackson dentro de las redes sociales, esperando que el escándalo afectara las ventas de su música. Para sorpresa de muchxs, y según la firma Nielsen Music, pocos días después del estreno del documental, las ventas de sus álbumes aumentaron en un 10%. A su vez, las reproducciones de sus videos un 6%.    Otro caso que desató millones de conversaciones es el de Woody Allen. En el año 2021, se publicó en HBO el documental Allen v. Farrow en donde su hija adoptiva afirmó haber sido abus4d4 s3xu4lmente el 4 de agosto de 1992, cuando tenía tan solo 7 años. Además, a comienzos de 1992, bastantes fanáticos de Allen se encontraban en debate debido a la historia de Farrow, en donde contaba que al entrar al apartamento de Allen para recoger un abrigo encontró una serie de desnudos Polaroid de su hija adoptiva Soon-Yi quien, para ese entonces, tenía solo 21 años. Allen tenía 56. En 1997, para sorpresa de muchxs, el cineasta se casó con su hijastra adoptiva Soon-Yi, para luego adoptar dos hijos a su lado. ¿Cómo alegar frente a quienes decidieron cancelarlo?   Y cómo no mencionar al ‘Cacique de la Junta’, Diomedes Díaz, quien ha sido considerado un Dios por miles de fanáticos, de generación en generación alrededor de todo Colombia. El 15 de mayo de 1997 el cantante abus0 s3xu4lment3 y as3sin0 a Doris Adriana Niño, una joven de 27 años cuyo caso jamás fue nombrado en la época por los medios de comunicación y su recuerdo se lo llevó el viento. Por el contrario, la imagen de Diomedes permanece intacta en estatuas, estampillas y hasta escapularios como si fuera un Santo. Y ni hablar de las más de 4.000 personas que utilizaron el número de su tumba para ganar la lotería, y de los ‘diomedistas’ que aún en el presente le rinden culto y homenaje a su partida.    A lo largo de los años se han esparcido miles de noticias como estas respecto a grandes personalidades que han cometido injusticias, actos ilícitos e incluso crímenes. La frase “se me cayó un ídolo” se convierte en una nueva tendencia y pareciese dejar ver la realidad de las cosas: no es que antes lxs ídolxs fueran de alguna manera “más íntegrxs” que ahora. Es que, como individuxs, quizás optamos por cuestionar cada vez más aquellas personalidades que están detrás de la pantalla. Porque, aunque aún hoy en día sigamos anhelando la vida de miles de influencers, actores, músicxs y grandes personalidades, sabemos anclar de una u otra forma la realidad a nuestra cotidianidad. Tener ídolxs se convierte en un despropósito para muchxs. Quizá porque los ideales de éxito ya no se traducen en dinero, fama y popularidad; tal vez las nuevas generaciones entiendan la felicidad como sinónimo de estabilidad emocional, salud y tranquilidad. 

¿Por qué fracasar es una forma de éxito?

  Por: Mariana Ordoñez    Desde pequeñxs a muchxs nos enseñaron que cada una de las etapas de nuestra vida debe ser exitosa: el matrimonio, el tener hijxs, terminar la universidad, poseer bienes materiales, el reconocimiento, la adaptabilidad a las redes sociales, la salud mental y un millón de cosas más son sinónimo de triunfo. Nuestro mayor miedo como seres humanxs es el fracaso, y el esconder cada una de las metas no logradas solo refleja la necesidad que tenemos de ser suficientes para lxs demás.    La palabra éxito viene del latín “éxitus” que significa: salida, fin, término. Quizá nos hemos equivocado al pensar que solo cuando demos por terminado un objetivo, y alcancemos el éxito, seremos verdaderamente libres. ¿Lo importante es el fin? ¿Dónde queda la fascinación por el recorrido? ¿Para qué queremos lo que queremos?   Si nos detenemos a pensar por un momento en algo que deseamos mucho como, por ejemplo, tener una relación amorosa, podríamos responder que la queremos porque preferimos estar acompañadxs que en soledad. Pero, si vamos un poco más allá, también podríamos responder que queremos a alguien para sentirnos amadxs, protegidxs, apoyadxs e incluso validadxs.    Y ahí está el punto: no es alcanzar la meta lo que realmente deseamos, sino la emoción que eso nos produce. En este caso, podría ser común escuchar un “sólo hasta que encuentre a alguien, seré feliz y me sentiré realizadx”. Pero la realidad es que pasamos nuestros días esperando a que algo en el exterior cambie, a que ese objetivo que tanto anhelamos suceda, solo para sentirnos como lo deseamos. Nos cuesta amar la vida tal cual como se nos presenta.    El miedo como mecanismo de defensa   Según los estudios, el cerebro suele centrarse más en lo negativo por supervivencia. Asimismo, genera anticipaciones negativas y se enfoca en situaciones infortunadas del pasado para poder protegerse del mundo exterior y futuras experiencias. Muchas veces nos es imposible alcanzar el bienestar porque no fuimos educadxs para ser felices y, a su vez, porque la mente suele posarse en aquello que nos falta y no en lo que ya tenemos. El cerebro se encarga entonces de mantenernos vivxs y de cubrirnxs frente a las amenazas, pero la tarea consciente de proyectarnos de manera sana y de recurrir a pensamientos positivos en el día a día depende enteramente de nosotrxs mismxs.    La psicología define que el miedo al fracaso está condicionado principalmente por tres factores: 
  • La interpretación que tenemos de las situaciones. 
  • La anticipación de las consecuencias. 
  • La valoración que creamos de nosotrxs mismxs a partir de las metas realizadas (o no realizadas). 
  El éxito o el fracaso se convierten en una definición, en una forma de clasificarnos a nosotrxs o a lxs demás. Pero entonces, ¿quién define lo que es un fracaso? Nos cuesta tanto entender que fracasar no es igual a cometer errores. Que la vida es un constante ensayo-error con sus distintas aristas y que la belleza de la imperfección también nos impulsa hacia adelante, que los errores también son escalones, que no está mal si nuestro camino se labra al dar un paso adelante y dos hacia atrás. ¿No podría entonces el fracaso convertirse en una nueva posibilidad, en una forma de éxito?    La sociedad se ha encargado de medirnos a todxs con la misma vara, y la cosa se complica en el momento en que decidimos creer que así debe ser. ¿Dónde quedan los contextos sociales de los que formamos parte tanto como individuos como en colectivo? El discurso del éxito no debería llevarse igual para cada persona. El simple hecho de haber nacido en determinada familia, con determinadas condiciones económicas y sociales por supuesto que de alguna u otra manera influye en las metas que podamos alcanzar a corto o largo plazo.    No con esto se pretende cortar las alas de lxs soñadorxs ni mucho menos. Claro que cualquiera puede alcanzar el éxito que se proponga, pero el tiempo que eso conlleva y las circunstancias que se presenten también pueden llegar a ser incontrolables. Asimismo, para las generaciones de hoy en día es mucho más complejo alcanzar el éxito que tenían las personas mayores: estar en un mismo trabajo por 10 años, tener más de 3 hijxs y una familia unida, poseer bienes como fincas, casas, carros y demás para muchxs ya no es una prioridad.   El sueño de alcanzar el éxito    Tal vez el éxito se ha convertido en algo ilusorio, en un lugar común y transitorio que decidimos subir constantemente a Instagram y otras redes sociales. ¡Y qué irónico que el formato se llame “historias”! Solo nosotrxs mismxs decidimos qué mostrar y cómo contar nuestra historia; porque al menos esa parte siempre estará bajo nuestro control. El éxito se resume también entonces a un café aesthetic, a un buen restaurante, a la cantidad de viajes que realizamos en un año, a una relación estable, a logros labores y al sentido de pertenecer a cualquier parche o grupo de personas como una forma de aceptación colectiva.    Un estudio de Cifras y Conceptos demostró que el 93% de lxs colombianxs tiene alguna meta que no ha podido realizar. Según los hallazgos, el 53% de la población teme no cumplir sus sueños por miedo al fracaso, y la cifra aumenta a un 60% en el caso de lxs millennials. Algunas de las razones que también predominan son: quedar mal frente a lxs demás y el no llegar a ser lo suficientemente buenx para alcanzar el éxito.    Sin lugar a dudas le tenemos miedo al fracaso porque tememos vernos vulnerables. Nos resistimos a ver que cada error cometido, cada relación fallida, cada dolor, cada despido y cada cambio solo nos ha llevado a ser quienes somos ahora, a aprender de nuestras decisiones, a desenvolvernos de una mejor manera al encontrarnos frente a obstáculos que se repiten.    La palabra “renunciar” -bastante asociada al fracaso- supone la imagen de dejar algo antes de terminado. ¿Qué pasaría si le damos la vuelta? Renunciemos a cambiar nuestro tiempo por trabajo, a la ansiedad, a los lugares y personas hostiles. Renunciemos a sentirnos mal e insuficientes, al estancamiento, a no cumplir nuestros deseos, a no seguir nuestra intuición.    Solo así le abriremos la puerta a la posibilidad de soltarlo todo (no tener el control también es sano). Priorizarse a unx mismx al no cumplir las expectativas de otrxs es el éxito más grande. Juguemos con la idea de que para estar arriba, muchas veces tenemos que empezar desde abajo. Y no es empezar de cero, es empezar desde algo nuevo, desde un terreno fértil que está listo para germinar nuevos sueños, nuevos objetivos y hasta una nueva vida. 

¿De dónde viene el miedo de convertirnos en nuestrxs padres/madres?

  Por: Mariana Ordoñez    Durante la infancia vimos un montón de clases en donde aprendimos la historia del mundo que nos rodea, nos enseñaron a medir distancias gracias a los números e incluso a comunicarnos en otros idiomas, a entender diferentes culturas y formas de representación. Pero, ¿amar? Nadie nos enseñó esa parte. Ojalá y nos hubieran explicado que la vida iba mucho más allá de las teorías, y que para comprender el mundo que nos rodeaba, primero debíamos comprendernos a nosotrxs mismxs.    Y es aquí donde, claramente, lxs padres y lxs madres jugaron un papel fundamental. Desde una edad temprana mimetizamos sus comportamientos y los asumimos como normales. El núcleo familiar se convirtió día a día en nuestro mayor referente a la hora de gestionar las emociones y la forma de enfrentarnos al mundo (y a eso que sentíamos que podía llegar a ser un peligro en cualquier ámbito). Todo es un reflejo de lo que alguna vez entró por nuestros ojos.    Y qué decir sobre esos momentos de confusión, en donde lo que aprendíamos en el colegio se desvirtuaba en el hogar, y viceversa. Como la expresión de la personalidad, la confianza, el sentido de la amistad, del respeto, el afecto, las formas de protegerse e incluso los comportamientos y las maneras de hacer determinadas labores: el orden de la casa, la tendida de cama, la lavada de platos, la cocinada, las horas de sueño, de estudio, de descanso, la crianza y un millón de cosas más.    De alguna u otra forma, quienes estaban a nuestro cargo en el hogar eran algo así como lxs profesores de la vida. Por supuesto que cada familia es un universo distinto, y generalizar la crianza sería un despropósito, dado que las posibilidades y las condiciones de cada persona son completamente diferentes. Pero la verdad es que, sea como sea, el acto de enseñarle a otrx ser humanx a vivir su realidad, o incluso, a nosotrxs mismxs, es una tarea que conlleva muchísimas más responsabilidades de las que podríamos llegar a imaginarnos. Y es algo que, por más libros, podcasts, personas y artículos que estudiemos, solo se aprende en la práctica del diario vivir y, como método de supervivencia, se ejerce con los recursos y recuerdos que tenemos de nuestrxs padres y madres. Buenos, malos, suficientes o insuficientes, esos cimientos son las bases que tomamos como ejemplo para decidir qué queremos hacer y qué definitivamente no con nuestras vidas.    Entonces, ¿de dónde viene ese miedo que muchxs tenemos de convertirnos en nuestrxs padres/madres?    Si cerramos los ojos por un instante y tratamos de recordar alguna canción de cuna o, incluso, algún refrán que aprendimos cuando pequeñxs, seguro lo lograremos en menos de lo que creemos. Así también sucede con esos recuerdos dolorosos que tenemos sobre quienes nos criaron. Los recuerdos negativos son los que nuestro cerebro más suele sacar a la luz. Asimismo sucede cuando nos enfrentamos a x o y situación. Desde la(s) pareja(s) que elegimos hasta la forma en la que nos enojamos, nos apegamos, nos divertimos y nos cuidamos. Todo es una repetición de patrones y conductas que guarda nuestro inconsciente. El miedo sobresale cuando nos damos cuenta que estamos actuando tal cual como lo haría nuestrx padre/madre, siendo que en la realidad sabemos que esa forma de enfrentar la situación puede ser insana. Entonces nos asustamos y, muchas veces, preferimos evadir o reprimir las emociones, todo con tal de jamás volver a repetir esos comportamientos que nos recuerdan la cara oscura de quienes cuidaron de nosotrxs en algún momento. A su vez, activamos las alarmas y nos ponemos en modo red flag cuando, sin la ayuda de nadie y gracias a nuestro poder de hacernos conscientes -y responsables- de nuestras acciones, descubrimos daddy o mommy issues por ahí ocultos. Esto puede ser motivo de risa y burla hacia el exterior, pero la verdad es que muchas veces pensamos a nuestros adentros “mi3rda, aquí viene de nuevo”. Esto también sucede porque, como individuxs, tenemos una tendencia a filtrar los momentos y aspectos positivos y a poner más énfasis en los negativos.    ¿Por qué le damos más importancia a lo negativo?    Según los estudios, los estímulos negativos suelen producir más actividad neuronal en el cerebro que los positivos. A su vez, las respuestas inmediatas ante una amenaza son mucho más rápidas que las que producen placer. Las situaciones negativas se almacenan en la memoria a largo plazo desde el comienzo, mientras que un acontecimiento positivo depende de que pensemos en ello de 5 a 20 segundos y de manera activa. Esto también sucede porque, a través de la evolución humana, quien sobrevive es quien logra atrapar con su atención la amenaza a la supervivencia. En pocas palabras: no serían lxs más fuertes quienes sobreviven, sino lxs más miedosxs.    El verdadero problema está en qué, más allá de que sintamos miedo al reproducir una conducta, el almacenamiento de estas experiencias negativas también puede afectar nuestro cuerpo a largo plazo. El estrés al recordar esos comportamientos que nos hicieron daño, genera alteraciones metabólicas y produce que nos “preparemos” para actuar. El ritmo cardíaco se acelera, los músculos se tensan e incluso ocurre algo llamado en la ciencia “cascada química”. El cuerpo se sobrecarga de hormonas de estrés y ocurren ciertos cambios psicológicos que preparan al organismo para defenderse. Prácticamente, existe una respuesta al miedo cuando el sistema límbico se activa, lo que puede llegar a desencadenar un trastorno a futuro. Todo esto afecta de distintas maneras la memoria y la manera en que logramos regular nuestras emociones para desarrollar un sentido positivo de nosotrxs mismxs. Entonces, las memorias negativas sobre nuestrxs padres/madres terminan abrumándonos e influyendo, indiscutiblemente, en la manera en que desarrollamos o creamos nuevos recuerdos.    El miedo se gesta cuando el cuerpo habla    El miedo, según la RAE, es definido como una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario” y un “recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea”. Son todas aquellas sensaciones desagradables que pueden expresarse tanto de manera física como psicológica. Cuando nos vemos reflejados en esas actitudes negativas que tuvieron, o tienen, nuestrxs padres/madres, la memoria activa automáticamente esa sobrecarga de hormonas de estrés tal cual como en el evento original. Los sentimientos de angustia, impotencia y frustración se despiertan y solemos experimentarlos como si fuera la primera vez.    En conclusión, ese miedo de convertirnos en nuestrxs padres/madres no solo viene de bloqueos, dudas, represión de las emociones o un desagrado narcisista producto de situaciones negativas pasadas. El miedo también se gesta cuando el cuerpo habla; la memoria corporal grita en esos momentos en que no sabemos cómo actuar más que como nos lo enseñaron, aunque nuestra conciencia nos diga que definitivamente no es por ahí.

Los hombres deberían ir a terapia antes de meterse en una nueva relación

  Por: Mariana Ordoñez  No es un secreto el hecho de que una primera cita suele ser un detonante de emociones: nervios, ansiedad, inseguridad y angustia entre muchas otras. Y es que, tan solo el acto de pensar en esto, viene acompañado de un miedo inexplicable ligado a la aceptación de la adultez: una primera cita puede ser, para muchxs, la apertura de un camino hacia la estabilidad emocional añorada. Por supuesto que la creencia de que un otrx será la solución a nuestros problemas y que conseguir una pareja llenará por fin el vacío (para darle una verdadera razón a la existencia) es algo que, en definitiva, es cuestionado cada vez más entre las distintas generaciones. Pero, seamos sincerxs: no por eso descartamos la oportunidad de conocer a alguien que pueda llegar a brindar un poco de luz a nuestros días, que nos ayude a enfrentar la realidad, que nos permita darnos el placer de sentir.  Y es justo aquí donde distintos factores como las aplicaciones de citas, el amigo que adopta el papel de cupido y cualquier mirada fija por más de 5 segundos comienzan a jugar un rol fundamental a la hora de abrirse a la posibilidad de un primer encuentro. Miles de parafernalias externas se hacen presentes: el outfit, el aspecto personal, el perfume, los pensamientos intrusivos, el restaurante, la hora y hasta el plan B por si todo sale mal. Pero hay un eslabón que, la mayoría de veces, se queda por fuera: la previa gestión de las emociones. Y esta vez, nos enfocaremos en esa falta más específicamente en el hombre cisgénero, dando paso a la siguiente pregunta: ¿los hombres deberían ir a terapia antes de intentar meterse en una nueva relación?  Para comenzar, es importante aclarar que esta es una pregunta que se mantendrá abierta. Este simplemente es un espacio de reflexión en donde se cuestiona la dificultad que existe aún hoy en día de abordar la salud mental y las emociones por parte del género masculino. Todo esto, producto de diversas cuestiones que se convierten en hechos, como los estereotipos sobre la masculinidad actuales asociados a la racionalidad, la fuerza, la capacidad y la inteligencia, concebir que pedir o recibir ayuda sea sinónimo de debilidad e incluso el pensamiento de que aislarse, a la hora de sentir emociones como la rabia o la tristeza, signifique independencia. Desde pequeños, a los hombres se les enseña que ‘solo las niñas lloran’, que solo deben desahogar sus emociones jugando fútbol o practicando cualquier otro deporte que demuestre que la fuerza y la resistencia van por encima de cualquier sentimiento. Que sí o sí tienen que resolver sus problemas solos. Es así como la ira, el orgullo y el ego (sentimientos mucho más aceptados socialmente para ellos) pasan a ocultar la vulnerabilidad y el miedo.  Y es entonces que, tiempo después, al momento de enfrentarse a la conversación durante una primera cita, esta se convierte inevitablemente en una canalización de todas esas emociones reprimidas durante años. Los hombres le huyen a la posibilidad de hablar con un profesional, lo que termina en que la primera cita se convierta, muchas veces, en una primera terapia donde las inseguridades, el egocentrismo, el aleccionamiento o incluso la exageración reflejan una falta de gestión de las emociones y un miedo constante a lo que piensen, o no, sobre ellos.  El miedo a la terapia y sus riesgos  Según un informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) la cultura colombiana tradicional refuerza en los hombres la falta de autocuidado y promueve el abandono de su salud mental y física. Esto conlleva a que no involucren en su proceso personal a algún externo y que enmascaren los trastornos afectivos por medio del abuso de sustancias, el exceso de trabajo, el aislamiento e incluso la agresividad física.  Los estudios de la OPS afirman que, por ende, los hombres tienen una menor esperanza de vida, con 5.8 años menos que la población femenina. Asimismo, la no gestión prolongada de las emociones por parte de un especialista suele terminar en:
  • Conductas violentas que terminan en accidentes. 
  • Relaciones interpersonales que ponen en peligro constante a mujeres y niñxs.
  • Violaciones. 
  • Infecciones de transmisión sexual,
  • Paternidades ausentes. 
  • Consumo de sustancias. 
  • Autolesión. 
  • Suicidio. 
Alexitimia: la incapacidad para reconocer las emociones propias La alexitimia es definida por la RAE como “la incapacidad para reconocer las propias emociones y expresarlas, especialmente de manera verbal”. De acuerdo a las estadísticas, la alexitimia afecta al 8% de los hombres y al 1,8% de las mujeres. Las causas están asociadas a los primeros años durante la infancia, cuando lxs niñxs aún carecen de estados mentales jerarquizados y suele ser más común la somatización de las emociones. Esto puede ocurrir cuando lxs padres no aportan una información verbal a sus hijxs, lo que resulta en que lxs pequeñxs piensen que sus emociones no pueden ni deben ser explicadas con palabras.  Es clasificada por lxs expertxs en dos clases:
  • Primaria. Tiene un origen biológico y aparece como consecuencia de una deficiencia neurobiológica por factores hereditarios. 
  • Secundaria. Tiene un origen emocional asociado a situaciones dramáticas o momentos duros en la infancia y la adultez temprana.
Los hombres que padecen alexitimia suelen suprimir sus emociones y las sensaciones de dolor como un mecanismo de defensa. Esto a manera no solo de protección sino de negación de situaciones complejas derivadas de traumas o conflictos diversos. ¿Dónde queda entonces la importancia de inculcar desde una temprana edad una educación emocional enfocada en la deconstrucción de la masculinidad? ¿Qué tantas conversaciones sobre la salud mental se abordan tanto en los núcleos familiares como en los educativos?  Mi posición como mujer frente a este tema se basa en las experiencias vividas dentro de una sociedad patriarcal y como parte de una generación muchas veces carente de espacios reflexivos. Gracias a la ciclicidad que atravesamos las mujeres (y por supuesto, a la capacidad que tenemos de buscar entenderla) hemos aprendido a cuestionarnos a través de la colectividad, a mirarnos desde el interior. Los hombres, por el contrario, suelen revisarse desde el exterior, de manera individual y desde su propia linealidad: aún hoy en día se miden a sí mismos con la vara de la fuerza externa, del dinero, de la virilidad y de la capacidad de ocultar sus verdaderas emociones en actos como proveer, trabajar y cumplir metas impuestas por la sociedad. La pregunta con la que cierro esta vez es: ¿cuántas primeras citas fallidas serán necesarias para tomar la decisión de ir a terapia?        

Superando el “long covid” sin perder la cabeza.

Por: Mariana Ordoñez. Pensar hoy en día en el 2019 a muchxs nos genera aún una sensación extraña. A veces pareciera que parte del tiempo se congeló junto con personas, lugares, emociones, hábitos y un fragmento de nosotrxs mismxs. Y cuando pensábamos que todo este tema de la pandemia había quedado atrás, un nuevo pico se dispara a pocos días del 2023, casi que retando nuestra fuerza física, emocional y mental. Como si la vida estuviera midiendo qué tanto aprendimos y de qué manera nos enfrentamos a una situación que se repite, nos vemos obligadxs a entender que, aunque creamos que lo tenemos todo resuelto, el azar nos seguirá sorprendiendo de mil maneras, llevándonos a hacer algo a lo que, personas como yo, nos hemos resistido a lo largo de los años: soltar el control.  Y es aquí donde extiendo el hilo de las preguntas: ¿Realmente extraño a mi yo pre-pandémico? ¿Qué tanto he aprendido de la enfermedad? ¿Qué métodos me han funcionado para superar la ansiedad y la angustia en medio de secuelas como la fatiga y el cansancio extremo? Esta vez quiero compartirles una reflexión un poco más personal, al menos para probar si la narración me permite de alguna u otra forma encontrar las respuestas correctas para sobrellevar mi situación actual.    Recuerdo que el día en el que me mudé justo detrás de mi universidad coincidió con el primer día de la cuarentena. Para ese entonces estaba empezando mi tésis de pregrado y aún me faltaban algunas materias por terminar. Siempre me he caracterizado por tomar decisiones apresuradas, por ser muy impulsiva y estar dispuesta a afrontar cambios veloces y abruptos sin pensar mucho en las consecuencias (seguramente todo un producto de la fuerza ariana que me ata). En un par de semanas ya había conseguido roommate y había tomado la decisión de vivir justo en frente de la persona con la que salía. Todo el panorama era perfecto: podría trasnochar durante noches enteras en la biblioteca investigando para mi trabajo de grado y a tan solo un par de escalones llegar a mi apartamento sin tener que pensar en el transporte o en la seguridad, viviría con una amiga y podría pasar tiempo de calidad en mi relación del momento.  Como ya podrán suponer, toda mi fantasía (al igual que la de millones de personas que creían tener el futuro resuelto) se derrumbó en un parpadeo. Para no darle más largas al asunto les resumo: nos encerraron, tuve mi primera tusa (sí, la persona que vivía justo en frente mío me fue infiel, así que dejo a su imaginación lo demás), tuve que hacer mi tesis sin tener contacto real con mi directora y pasé más de 8 meses sin poder ver a mi familia. Lo verdaderamente preocupante de la situación: no tenía trabajo. Y para rematar, el apartamento no tenía ventanas al exterior (solo un par de tragaluces). Como en ese momento no estaba en la mejor situación económica, pensé que podría ahorrar viviendo en ese apartamento que, aunque no era ideal, quedaba a un paso de la u y, al fin y al cabo, como era mi último semestre igual estaría la mayoría del tiempo fuera de casa (gran error).    A falta de ventanas al exterior nos tocó mirar hacia adentro.  (Y digo “nos” porque mi roommate y yo casi que nos fusionamos en una sola persona en ese entonces.) Claro que eso lo entendí muchos meses después de pasar por miles de crisis, el peor desamor de mi vida, pintarme el pelo, hacerme capul, volverlo a pintar, fumar todos los cigarrillos habidos y por haber, subir de peso, tener por primera vez acné, no tener plata y estar lejos, muy lejos de mi familia. Sin embargo, todo eso pasó a un quinto plano después de vivir el verdadero infierno: me dio covid tres veces, dos de esas estuve hospitalizada, la segunda con una infección en los riñones y conectada a oxígeno completamente aislada, sin olfato, sin gusto. Despertándome en las noches ahogada, con miedo a quedarme dormida y a no poder despertar.  Tiempo después y gracias a sesiones de terapia y meditación entendí que el tiempo en el que estuve interna en el hospital pasé por una fuerte depresión. Solo quería llorar y el hecho de estar completamente aislada me hizo ver la oscuridad. No entendía por qué siendo tan joven ya debía pensar en todo lo que pasaría si mi cuerpo dejaba de funcionar (quiero aclarar que hablo desde mi experiencia personal y en ningún momento busco victimizarme, pues respeto muchísimo a quienes vivieron experiencias duras o perdieron a algún ser queridx, mi único propósito es compartir mi historia). Cada contagio al que me enfrenté incluía estar encerrada sin contacto por lo menos 15 días. Esto quiere decir que pasé en total un poco más de 6 semanas aislada en menos de año y medio.    El libro que me acompañó durante este proceso fue El extranjero (1942) de Albert Camus. Es irónico, pues muchxs pensarán que definitivamente no es el mejor texto para llevar un mal momento. Sin embargo, gracias a Camus entendí el verdadero poder de nuestra mente: no importa qué tan encerradxs estemos, solo nosotrxs mismxs podremos elegir ser libres.  El comienzo de este año fue prácticamente para mi una prueba. Como si mi yo pre-pandémico me acechara susurrándome al oído: ¿Vas a seguir repitiendo los patrones que te hacen daño? ¿Acaso no aprendiste del pasado? Y en el momento en que decido esquivar los pensamientos para hundirme en el superfluo carpe diem un primero de enero, ocurre lo inevitable: una semana en cama, fiebre de cuarenta grados por tres días, pulmones averiados y el volver a despertarme en las noches ahogada teniendo que recurrir a un inhalador.  Todo esto junto a fatiga, somnolencia y cansancio extremo. Síntomas que definitivamente invadieron mi cotidianidad y me generaron una ansiedad que creía ya superada. Añadamos a todo esto tener el periodo y ciertos eventos astrológicos no menos importantes como Mercurio y Marte retrógrados con luna llena en Cáncer (lxs seguidores de la astrología me entenderán). En conclusión: un caldo de emociones, una ruptura parcial de la comunicación y muchas, muchísimas lágrimas para calmar el momento.   Luego de madrear incontables veces, preguntarle al mundo una y otra vez el clásico y dramático “¿por qué a mí?”, superar un par de crisis de ansiedad e ira, no querer hablar con nadie, dormir más de 12 horas seguidas por varios días y visitas al hospital con respuestas muy poco alentadoras, descubrí que me sentía en un flashback eterno, como si estuviera repitiendo una situación pasada al pie de la letra, solo que dos años más “adulta”. Recordé a una gran amiga que durante la pandemia, en una lectura de oráculo de runas que le pedí, me dijo algo que quedó por siempre marcado en mi memoria: “Mar, para lograr llegar a la estabilidad emocional que estás buscando, solo debes hacer una cosa: dejar de sufrir.”    Dos años tardé también en entender esa frase. Y es que está muy claro, la enfermedad seguirá existiendo al igual que la probabilidad de contagiarse sin importar cuánto nos cuidemos. El punto está en elegir cómo llevar la situación: o perdemos la cabeza y nos hundimos en el abismo del desespero, o simplemente soltamos el control y sacamos todos los poderes del aprendizaje que hemos recibido desde el 2020. Claro que escribirlo o decirlo es mil años luz más fácil que ponerlo en práctica (aún estoy trabajando en ello). Sin embargo, quiero compartir con ustedes un par de tips que me han ayudado a convivir con la ansiedad y las secuelas de la fatiga y el cansancio extremo: 
  • Meditar. 
  • Escribir (cada vez que me siento abrumada por mis pensamientos). 
  • Hacer ejercicio (esta es la parte que MÁS me cuesta pero procuro al menos caminar y tomar el sol unos minutos al día). 
  • Mantener mi casa limpia y ordenada. 
  • Gritar o llorar (cuanto crea necesario hasta sentirme mejor). 
  • Maternarme (consentirme como lo haría con un bebé).
  • Tomar vitamina B, jugos con jengibre, té verde. 
  • Evitar la lactosa (no comer mucho queso ni tomar mucha leche). 
  • Meter la cabeza en un bowl con agua helada en las mañanas por 30 segundos.
  • Pasar tiempo con mis seres queridos. 
  • Ver MUCHOS memes que me hagan reír. 
  Asimismo, los reportes también tardaron su par de años para denominar este síntoma. Su nombre es: “long covid”. Según el último reporte del Observatorio Nacional de Salud del INS, 29, 5% de lxs sobrevivientes del covid-19 desarrollaron esta sensación de malestar que, aparte de la fatiga y el cansancio, también incluye “dificultades para respirar, problemas para dormir y desórdenes cognitivos como dificultad para pensar o concentrarse”. Las estadísticas no mienten: 1.509.813 colombianxs sufrimos esta secuela que aún carece de seguimientos minuciosos por parte de lxs investigadores.  Para concluir, puedo asegurarles que (en lo personal) no extraño a mi yo pre-pandémico. Definitivamente y gracias a los azares de la vida, aprendí y maduré mucho más gracias a mi yo pandémico. Hoy miro hacia atrás y, aún estando enferma, puedo apreciar y agradecer por todo lo que he crecido: tengo mi casa propia con mi pareja actual, soy mucho más paciente al momento de afrontar dificultades, tengo una mejor relación con mi familia, un trabajo estable y sobre todas las cosas: valoro mi salud y el estar sana.   

¿Quién se inventó celebrar el cumpleaños con pastel y piñata?

  Por: Mariana Ordoñez Desde quienes cumplen el 24 de diciembre (y tristemente a veces sólo reciben un regalo, pero se farrean el triple que cualquier persona) hasta las famosas fiestas de 15 en donde existe toda una preparación que incluye vestido radiante, banquete, los pasos prohibidos y, como dijo Colibritany alguna vez, un ‘chambelán’- celebrar el aniversario del nacimiento es una costumbre que se remonta a miles de años y civilizaciones atrás.    Pensándolo un poco a gran escala y uniéndome a quienes observan los astros, cumplir años también significa que el sol vuelve exactamente al mismo lugar del universo en el que se situaba al momento del nacimiento. Por supuesto que es un día polémico… para algunxs incómodo, pues prefieren pasar desapercibidxs (y que ni se les ocurra hacerles una fiestecita sorpresa). Hay quienes prefieren simplemente no recordar que están envejeciendo. Para otrxs, el mejor día del año para brillar, ponerse la percha y tirar la casa por la ventana. Y bueno, no podemos dejar de lado a quienes, literalmente, les da igual: “es un día más y ya está”. En el caso que sea, se marca un nuevo ciclo y otro se cierra. Qué hermoso igual poder celebrar el simple hecho de respirar, de sentir el placer de estar vivxs.     Antes de ponerme muy trascendental o metafórica, y aprovechando que la tierra está pronta a cumplir su vuelta al sol, quisiera compartir hoy en este escrito la respuesta a algunas preguntas que he tenido últimamente: ¿De dónde nace la tradición de celebrar el cumplir años? ¿Por qué el pastel con las velas alrededor? ¿Qué significa esa vaina de romper la piñata?   El nacimiento de una tradición. La tradición de celebrar el cumpleaños nace en realidad en el antiguo Egipto y, según las investigaciones, se remonta al año 3.000 a.C. Más que celebrar el día del nacimiento, se celebraba la fecha en que un faraón era coronado por medio de un ritual de protección. Más adelante, los griegos tomaron la tradición y declararon, asimismo, día feriado cuando fuera el cumpleaños de algún gobernante. Al llegar el cristianismo, esta celebración era considerada ‘pagana’, tanto así que fue prohibida, juzgada y desaprobada por la iglesia. Sin embargo, fue aceptada por allá en el siglo lV cuando el papa Julio l estableció la Navidad el 25 de diciembre como el nacimiento de Jesús. Así fue que cada vez más familias comenzaron a celebrar el día del nacimiento; primero (y según la historia) solo en los hombres adultos y fue a partir del siglo Xll que se incluyó a mujeres y niñxs.    El pastel con velas es todo un ritual.  El pastel como símbolo representativo del cumpleaños nos ha acompañado a muchxs desde la celebración número 1 de nuestra vida. Pasteles decorados con los personajes de nuestro programa favorito, pasteles de chocolate, de vainilla, tres leches, pasteles para diabéticxs, pasteles veganxs, pasteles tiesos, pasteles dulces y suaves, pasteles petrificadxs con sabor a nevera.    Sea como sea, negar una rebanada de pastel es como negar a la mamá. Y es que este manjar de dioses es el símbolo principal de un ritual: no por nada lo situamos en el centro de la mesa para cantar alrededor de él, escribimos el nombre y lo decoramos con los colores favoritos de la persona, e incluso le clavamos velas proporcionales al número de años en cuestión. Desde el canto al unísono hasta el pedir un deseo antes de soplar la vela (y no poder contarlo porque si no, no se cumple) o el clásico pastelazo en la cara, este momento se convierte en un instante único e irrepetible, en el que toda la atención de lxs presentes se posa sobre una sola persona, creando un espacio dedicado exclusivamente a celebrar el acto de la vida misma. Pero…¿de dónde viene esta costumbre?    Una vez más: la Antigua Grecia. En los primeros tiempos del pastel, lxs griegxs hacían la preparación con una mezla de miel y harina. Se dice que en algún momento lo decoraban con flores y, por supuesto, con velas que se encendían en honor a la diosa Artemisa. La celebración se daba a cabo el sexto día del mes. Asimismo, poco a poco la tradición se llevó para celebrar a los nobles, los héroes y la aristocracia. Tiempo después se extendió a Alemania con su Kinderfeste (festival de lxs niñxs) en donde las velas del pastel se queaban prendidas las 24 horas del día y representaban la luz que acompaña a los seres humanxs a lo largo de la vida.    La piñata como símbolo de evangelización.   Según Marco Polo, el origen de la piñata viene de China y sus celebraciones de año nuevo. Las formas eran representaciones de animales y todas sus características como el color, el tamaño y los materiales se sumaban a una simbología para atraer grandes augurios junto a un buen clima para las cosechas. Ya luego la tradición pasó por Italia, y llegó a México en donde los frailes las utilizaban como elemento de evangelización dentro de las misas de aguinaldo días antes de la Navidad.    Es así como distintas investigaciones marcan que los siete picos representaban los pecados capitales: la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. Según diferentes narrativas, los colores llamativos simbolizaban la tentación que se sumergía en la cotidianidad de lxs seres humanxs. A su vez, la benda para tapar los ojos era un recorderis frente a la ‘fe ciega’, el palo para romper la piñata representaba la fuerza de voluntad que destruía los pecados y los dulces y los juguetes eran en sí mismos el premio al llegar al reino de los cielos, la recompensa de una lucha continua.    La celebración como un acto revolucionario.   Hace pocos días se disparó en Occidente una noticia que muchxs desconocíamos. Resulta que tanto en Corea del Sur como en Taiwán, el sistema que cuenta los años de las personas es diferente al de todo el mundo. ¡Todxs lxs surcoreanxs cumplen años el mismo día! Sí, así como lo leen. Esto quiere decir que un recién nacidx en Año Nuevo cumple dos años apenas llega la medianoche. Se dice que los orígenes de este sistema se remontan a distintas creencias que afirman el hecho de que el tiempo pasado en el útero también debería contarse. Sin embargo, debido a distintas fallas administrativas y complicaciones en las prestaciones sociales y los servicios médicos (junto a costos socioeconómicos innecesarios) a partir del 2023 el sistema será igual al de todo el mundo.    Pensando en esto, llegué a la siguiente conclusión. La celebración también es un acto político y revolucionario: sobrellevar el paso del tiempo, los problemas, los cambios, la sociedad y seguir de pie a pesar de miles de circunstancias adversas siempre debería ser motivo de celebración. Un año más de vida significa mucho más que acercarse a la vejez. Significa que aún (y muchas veces, sin saber siquiera cómo) seguimos luchando día a día por mantenernos aquí. Seguimos superando los obstáculos. Y no lo digo desde un lado triste o nostálgico, lo digo desde una admiración hacia el milagro de la vida, desde un entendimiento de la cotidianidad en la que todxs nos vemos inmersos.   

Christmas Creep. ¿La Navidad está sobrevalorada?

Por: Mariana Ordoñez Llegó la época navideña: con su calor, su alegría, su comida, su unión y, por supuesto, su gastadera de plata. Claro que a muchxs nos encanta la Navidad, pues no existe nada mejor que parchar con familia y amigxs al son de Pastor López comiendo natilla, buñuelo, lechona y tomando un buen canelazo. Sin lugar a dudas este momento del año es catártico: reunirse por el simple hecho de compartir hace que los días sean más llevaderos. Las luces citadinas, las decoraciones, las reuniones y los deseos forman parte de pequeños instantes de paz, en donde respiramos hondo y logramos soltar el peso de las responsabilidades que cargamos durante todo el año. Sin embargo, (y es aquí donde aseguro que el sentido de este texto jamás será quitarle la magia a los días decembrinos, sonando aún más cliché que de costumbre) quiero abrir una pregunta para reflexionar: ¿Puede la Navidad estar sobrevalorada?   Hoy les invito a quedarse; les juro que mi propósito no es más que cuestionar de vez en cuando los comportamientos en los que me veo atrapada como ser social y ver si, por medio de la escritura, logro disipar al menos un poquito todos esos pensamientos que ahogan. Y bueno, claro que es hermoso cuando me topo con que, más allá de ser ideas “obvias”, muchxs se sienten identificadxs con este tipo de expresiones. Así recuerdo que, cuando aquello que cargo internamente a diario se comparte con una colectividad (que también tiene la opción de decidir si le atañe o no), todo tiene más sentido para mí. Volviendo a la pregunta inicial, seguramente lo que a muchxs se nos viene a la cabeza inmediatamente es: consumismo. Es decir, todas esas compras o acumulaciones de bienes (y servicios) considerados “no esenciales”. Está más que claro que la época navideña es la cúspide cuando a este término nos referimos. Y es por eso mismo que quiero plantear esta problemática, pues aunque sea un tema súper evidente, la mayoría lo seguimos dejando pasar de largo porque ya es suficiente con todo lo que tenemos en nuestras vidas personales como para preocuparnos por cosas como estas. Pues bien, para eso estamos también lxs escritores. Para tomar estos puntos cotidianos y moldearlos dentro de un pensamiento colectivo. Recordemos que absolutamente todas las acciones que ejecutamos dentro de este mundo tienen una reacción que va mucho más allá de nuestra individualidad: la naturaleza, el medio ambiente y miles de recursos terminan recibiendo el impacto de nuestro libre albedrío.   Resulta que por allá en 1980 nace un término llamado “Christmas Creep” que, traducido según los medios latinoamericanos, sería el “Adelanto de Navidad”. Para entenderlo mejor: es ese fenómeno que genera que tan solo un día después de Halloween ya estemos pensando en Navidad y que el último viernes de noviembre exista el famoso “Black Friday”. Y no precisamente porque surja de manera innata de nosotrxs mismxs. El término existe porque el mundo del mercado y el comercio logró traspasar, a través de los años (y en gran medida gracias a la tecnología) el sector económico para inmiscuirse en lo social.   Si ustedes se ha sentido presionadxs por hacer compras desde agosto, si sienten la necesidad de estrenar ropa en diciembre, si creen que tienen la obligación de entregarle un regalo a cada unx de sus familiares, amigxs o conocidxs el 24, si suelen escribir una checklist con cosas navideñas para comprar, ustedes probablemente ya sean parte del Christmas Creep.   Ojo, no con esto digo que tengamos que retirarnos de las tradiciones y estar en contra de todo tipo de consumo navideño. Con esto solo quiero generar un poco de consciencia, incluso frente a preguntas o sentimientos que pueden llegar a afectarnos en determinado momento, como al estar presionadxs o alcanzadxs económicamente y sentirnos mal por creer que no vamos a lograr agradecer de manera física a quienes nos han acompañado, o cuando nos cuestionamos por qué nos sentimos obligadxs a comprarle un regalo a ese familiar que ha permanecido ausente durante toda nuestra vida, que solo vemos esa vez al año en una reunión y que seguramente en algún momento se ha preguntado lo mismo.   Y es que según lxs psicólogxs, en nuestro cerebro se activa el “circuito de recompensa” al generar una compra (ya sea para nosotrxs o para alguien más). La dopamina, que es la hormona del placer, es la responsable de que sintamos la necesidad de comprar. Así, se activa a su vez la serotonina e inmediatamente finalizado el proceso nos sentimos alegres y tranquilxs. Ese vacío que teníamos por x o y motivo, en segundos, desaparece. El problema radica cuando realizamos este tipo de compras sin analizar el impacto que tendrán en nuestro bolsillo. Las tarjetas de crédito, el crédito de libre inversión y muchas otras formas de cubrir la deuda se convierten muchas veces en una bola de nieve que, les aseguro, pesa mucho más que la felicidad instantánea o el cumplir con el deber en la reunioncita familiar.   De acuerdo a las estadísticas, para el 2021 “el 35% de los colombianos gastó hasta 600.000 pesos en compras de Navidad”. Esto teniendo en cuenta la difícil situación económica por la que estaba pasando el país luego de la pandemia y que el salario mínimo está fijado en un millón de pesos. Básicamente, esta cifra fue el reflejo de lo importante que sigue siendo para lxs colombianxs el acto de comprar y regalar en Navidad. Entonces…¿hasta qué punto es una tradición?   La primera vez que me cuestioné este tema tenía 10 años. Recuerdo que faltaban unas semanas para Navidad y decidimos reunirnos con un par de amigas en el parque del conjunto con el motivo de mostrar las cartas que le habíamos escrito al Niño Dios con los regalos que queríamos. Una de mis amigas sacó una hoja gigante escrita por lado y lado pidiendo los mejores juguetes que aparecían en televisión en la época: un Furby, un Tamagotchi, una Bratz, My Little Pony y un millón más que cubrían toda la carta. Inmediatamente dudé si el Niño Dios tenía la capacidad para darle tantos juguetes a una sola persona. Me parecía increíble, sentía que si eso sucedía…miles de niñxs alrededor del mundo iban a quedarse sin juguete pues ella iba a tenerlos todos, y que por esa misma razón mis papás siempre me decían que anotara solo 3: para que así el Niño Dios pudiera elegir cuáles eran los ideales para mí ese año según como me había portado. Llegué sorprendida a casa a contarle a mi mamá lo que había sucedido y le pregunté: “¿Mami, será que mi amiga se portó súper bien este año y el Niño Dios va a darle todo lo que pidió? Bueno, aunque yo recuerdo un par de cosas malas que ella hizo…por eso se me hace tan extraño”. Mi mamá solo sonrió, me dio un beso en el cachete y me dijo que únicamente el Niño Dios era quien podía saber eso.    Claro que años más tarde entendí el poder que tenía en realidad esa experiencia de la infancia. La televisión nos bombardeaba con un montón de comerciales que le decían de alguna u otra manera a nuestra pequeña mentecita que debíamos poseer todo lo que promocionaban para ser “cool” y, sobre todo, felices. La alegría se resumía en tener todos los juguetes y, por supuesto, originales. Donde se luciera un juguete de una marca distinta, seguramente lxs compañerxs se burlarían. En lo personal, viví mi infancia en un colegio y en un conjunto con privilegios. La cosa está en que, dentro de esos mismos privilegios, mi consciencia infantil seguía preguntándose el por qué de tantas situaciones extrañas para mí. Y no me imagino la presión que sentían (y sienten) aún miles de padres y familias al momento de pensar en lo que “deben” regalarle a sus hijxs.   Por supuesto que los tiempos han cambiado un montón. Pero no perdamos el valor de la unión, de compartir, de vivir momentos que no volverán a repetirse por estar pensando en la importancia de lo que se va a dar o recibir. La Navidad está sobrevalorada en tanto que, el verdadero valor aún sigue estando en la cantidad de regalos, y no en la cantidad de abrazos, de risas, de tiempo. Ser recíprocxs en la tradición es bellísimo, pero si nace del corazón y no como una obligación que comienza desde agosto.   

¿Estamos realmente presentes? La nostalgia como moda y el peligro de su romantización.

  Por: Mariana Ordoñez   La frase “todo tiempo pasado fue mejor” siempre me ha hecho pensar en la imposibilidad que tenemos lxs adultxs de vivir el presente. Disfrutar del hoy se ha convertido paulatinamente en un privilegio: o nos lamentamos por lo que no podemos cambiar, o estamos en un estado de ansiedad progresivo por querer controlar todo lo que viene. De ahí que muchas veces decidamos quedarnos anclados a un pasado que, sin lugar a dudas, puede estar más idealizado de lo que imaginamos. Me gustaría plantear un par de preguntas abiertas: ¿Realmente todo tiempo pasado fue mejor? ¿O simplemente la nostalgia siempre ha estado de moda y, al romantizarla, no somos conscientes del peligro que lleva consigo? La nostalgia como término nace a finales del siglo XVll, exactamente el 22 de junio de 1688 gracias a un joven de tan solo 19 años. Johannes Hofer, estudiante de medicina alsaciano, presentó su tesis en la Universidad de Basilea en donde buscaba expresar el vocablo alemán Heimweh– que podría traducirse como “dolor de casa” -y que era asimilado como un extraño comportamiento que tenían los mercenarios de la Guardia Suiza al estar lejos de sus hogares por largas temporadas hasta el punto de sentirse enfermos. Los “síntomas” desaparecían en el momento en que regresaban a casa y se reencontraban con familiares y amigxs.   Así pues, el término fue creado al unir las palabras griegas “nóstos” (regreso) y “álgos” (dolor) para definir la mezcla entre melancolía, placer y afecto al pensar o anhelar tiempos alegres del pasado. Asimismo, se describe como “la necesidad o aflicción de estar en otra parte u otra condición”.  Si lo pensamos poéticamente, la palabra y su significado tienen una fuerza indiscutible. No en vano Dua Lipa nombró su álbum del 2020 “Future Nostalgia” y series como “Stranger Things” o “Dark” alcanzaron el éxito en un abrir y cerrar de ojos. Y qué decir de la moda “Aesthetic” en donde la búsqueda insaciable por tendencias retro con toques renovados (que indiscutiblemente producen un extraño placer contemplativo) nos hacen maquillarnos, vestirnos y hasta decorar nuestros hogares al mejor estilo de “Euphoria”.  Música de los 80, el regreso de la moda dosmilera y series que muestran con una dirección de arte impecable el uso de sustancias psicoactivas, generan una mezcla entre identidad, sentido de pertenencia y curiosidad en miles de adolescentes y adultxs jóvenes. La nostalgia se ha mercantilizado a tal punto que la estética noventera “Heroin chic” (caracterizada por cuerpos extra delgados y una apariencia enfermiza) resurgió de la tumba para tener un altar dentro de miles de tendencias en la moda y las redes sociales.   Quiero dejar muy en claro que mi propósito no es satanizar la nostalgia. Claro que rescato la capacidad que tiene de motivarnos, de recordarnos también lo hermoso de cada época y la importancia de vivir los instantes pues, al fin y al cabo, se convertirán en un pasado y nosotrxs mismxs somos quienes decidimos cómo recordarlo. Pensar en la realidad que nos rodeaba antes de que seres queridxs, familiares o amigxs partieran de este plano es algo que nos reconforta, que nos llena de luz y valentía para afrontar nuestro presente. Aquí los videos, las grabaciones de voz, los objetos, las cartas y los lugares que nos llevan a ese pasado siguen teniendo el poder de regalarnos vida y la fuerza necesaria para cerrar algunas puertas, honrar, soltar y asumir nuevos comienzos.  Observar los errores y tomarlos como impulso para transformar nuestro presente es una capacidad increíblemente valiosa que tenemos como humanos. Saber y ser conscientes de que también puede estar en nuestro poder el cambio y que gracias a nuestras experiencias somos lo que somos en el ahora, es un calorcito en el pecho que nos ayuda a seguir adelante. La cosa está en que llegar a ello es algo fácil para pocos, más en un mundo tecnológico en donde podemos volver a tiempos anteriores con tan solo un clic y detenernos allí durante horas, días e incluso meses. Y es que la psicología y distintas investigaciones han afirmado que lxs seres humanxs solemos retener en la memoria los eventos positivos durante mucho más tiempo que los eventos negativos. Esto como un mecanismo de defensa para sobrellevar situaciones dolorosas o desagradables y así poder adaptarnos a los cambios del mundo que nos rodea. Según esto, ¿qué tantos momentos de nuestras vidas ‘no tan buenos’ convertirá nuestro cerebro en momentos ‘alegres’ e incluso ‘mejores’ que el presente?   Muchxs optamos por volver hacia atrás una y otra y otra vez a manera de escape. La nostalgia excesiva nos impide vivir el presente, nos hace pensar siempre en que haber vivido en otra época solucionaría nuestros problemas; agotamos nuestra energía remembrando momentos que se desvanecen, añorando sentir de nuevo. Recorremos caminos viejos, nos aferramos al aura de ciertos objetos e idealizamos las fotografías (incluso de personas que nos hicieron daño) porque sabemos que capturan un instante único, absolutamente irrepetible. Amamos el pasado porque, aunque nos cueste aceptarlo, nos hemos condenado a sufrir. Y así mismo muchas veces el dolor se convierte en un dulce néctar que solemos esparcir a lo largo de nuestros días para darles un sentido.   Es así como el exceso de nostalgia puede llegar a desencadenar distintas emociones en donde la angustia, el miedo al abandono y la soledad se encuentran en un cara a cara con nuestrx niñx interior heridx, que aún es vulnerable y que aún tiene la posibilidad de quebrarse fácilmente.  La OMS (Organización Mundial de la Salud) dicta que el 4,7 por ciento de los colombianos sufre de depresión. Según Dinesh Bhugra, presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría, esta enfermedad fue para el año 2020 la más frecuente en el mundo posicionándose incluso arriba del cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Asimismo, la falta de recursos y accesos viables a tratamientos junto con la estigmatización de la enfermedad son factores que inciden directamente en el aumento de cifras. Quienes somos propensxs a tener enfermedades mentales como la depresión (ya sea por ciertas marcas genéticas de nuestrxs antepasadxs o por un simple desbalance químico en el cerebro) debemos medir cuidadosamente las dosis de nostalgia que estamos dispuestxs a consumir en nuestro día a día.   Sin lugar a dudas para estas fechas navideñas solemos revivir la nostalgia al recordar las experiencias vividas durante el año y a quienes ya no nos acompañan. A medida que pasan los días atesoramos los momentos y cada logro, por pequeño que sea, se convierte en un escalón dentro de las miles de pruebas a las que nos enfrentamos. Lo único que me queda por decir es: qué importante es ver el pasado con los ojos del amor y el perdón, pero más aún, qué importante es aprovechar el presente que nos rodea y nos llena de vida para seguir aprendiendo.

Del workaholismo al tiempo de ocio. ¿Por qué sentimos que descansar está mal?

Por: Mariana Ordoñez En el mundo de la inmediatez, donde todo tiene que estar terminado para ayer, nace por allá en 1968 a través de una imprenta la palabra workaholic. Asimismo, se populariza rápidamente gracias al libro Confessions of a workaholic del psicólogo y educador estadounidense Wayne Oates. Pero más allá de investigar a fondo su procedencia, esta vez quiero hacer énfasis en la normalización que existe hoy en día respecto al término y en cómo está relacionado con el tiempo de ocio. Ya sea porque llegó a nosotrxs por medio de las redes sociales, o en un podcast de autoyauda o, por qué no, a través de un horóscopo capricorniano, referirnos a otra persona e incluso a nosotrxs mismxs como workaholics en tono humorístico es tan solo el reflejo de la siguiente afirmación: el trabajo constituye el centro de nuestra vida, tanto así, que identificarnos como adictos a él no es considerado algo preocupante. Simplemente forma parte de un rasgo de nuestra personalidad y, como dicen por ahí, lxs que sufrimos la adicción deberíamos -por el contrario- sentirnos orgullosxs. Todo esto responde entonces a la pregunta que me planteé por más de 3 años durante todas las noches que no pude dormir debido a mi ansiedad: ¿por qué sentimos que descansar está mal?   Hace un par de días escuché en un live realizado por dos filósofos mexicanos muy jóvenes que Aristóteles decía: “trabajamos para poder tener ocio”. Luego se remontaban a la etimología de la palabra “negocio” la cual deriva de las palabras del latín “nec” y “otium”, es decir, “lo que no es ocio”. Justo en ese momento pensé en lo irónico que es el hecho de que los seres humanos pasamos la mayor parte de nuestra vida buscando el equilibrio entre dos palabras que se contradicen. Trabajamos duro, durísimo para ganarnos la papa, nos levantamos cada día casi que en modo avión a repetir nuestra rutina: de la casa a la oficina, trancón de quién sabe cuánto tiempo (y peor cuando es trancón de transmilenios) una hora de almuerzo en donde TikTok o Instagram se convierten en nuestros mejores amigos, una selfie con el hashtag #workinprogress para demostrar que somos mega productivxs, más trabajo y un trancón vuelta a casa en donde los pensamientos se vuelven más lentos, el cansancio nos pone irritables y ojalá que no esté lloviendo, porque ahí sí el día (por lo menos para quienes vivimos en Bogotá) termina de volverse 100% insoportable. TODO esto para fantasear con el viajecito de fin de año, la boleta del próximo concierto, el poder invitar a comer a un lugar bonito a nuestra familia, el regalo de un home shower, el programa de yoga, el mejor vaporizador, el curso de ley de atracción, los productos de skincare y millones de planes más que anotamos en nuestro Google calendar o en nuestras libretas súper mainstreams llenas de colores y afirmaciones para manifestar el descanso que sabemos muy bien nos merecemos. Dicen que el ocio es “cultivarse a unx mismx” y eso es justamente en lo que muchxs buscamos hoy en día invertir nuestro dinero trabajado con sudor, lágrimas y mucho, muchísimo café.   Soy también supremamente consciente de que hablo desde un lugar bastante privilegiado. Porque, seamos honestxs, el ocio también es un privilegio. Sin embargo y en este caso, no puedo hablar desde un lugar de enunciación que no sea el mío, así que, si le interesa y se siente identificadx, bienvenidx sea. Respondiendo entonces a la pregunta que me hacía en las noches, podría decir que sentimos que descansar está mal porque no ser productivxs también nos aleja de nuestro tiempo de ocio. ¿Descansar es perder tiempo y, por ende, perder plata? Porque es que si no hay trabajo: adiós viajes, adiós conciertos, adiós gym, adiós restaurante… adiós tiempo para nosotrxs mismxs. Entonces, es así como la relación entre ocio y productividad se convierte en un símbolo infinito, en donde sin lo uno no existe lo otro. Percibimos los días cada vez más cortos y atesoramos nuestros hobbies, los ponemos en un pedestal y rogamos para que no se conviertan en un sueño frustrado por culpa del poco tiempo. Recuerdo que la última vez que renuncié a un trabajo de una “gran” empresa tuve una discusión con un familiar: él me decía que le preocupaba mi estabilidad, que no entendía por qué lxs jóvenes de hoy en día nos la pasábamos “brincando” de trabajo en trabajo, que en su época era muy diferente y que él trabajó más de 30 años en el mismo lugar y nunca se quejó. Que lxs colombianxs habíamos nacido para guerrearla, para luchar.     Yo le respondí que claro que lo entendía pues trabajo desde muy joven para ganarme mis cosas. Sin embargo, a lo largo del camino que elegí, entendí que no vinimos al mundo solo a luchar y guerrearla, también vinimos a ser felices; y tener tiempo para unx mismx definitivamente hace parte de esa felicidad. Y es que según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde), para el 2020, se encontró que Colombia es el país donde más se trabaja con un promedio de 48 horas laborales a la semana por persona, siendo que en Latinoamérica la media oscila en 20 horas semanales. Es decir, lxs colombianxs sufrimos de un mal llamado “pobreza de tiempo”: las 168 horas de la semana no alcanzan para trabajar, desplazarnos, cuidar el hogar, criar a lxs hijxs, cocinar, hacer ejercicio, cuidar nuestra salud mental y dedicar tiempo a nuestrxs seres queridxs.  ¿Qué podemos hacer entonces al respecto? Amaría tener una respuesta objetiva, por ahora me despido recomendando hacer cualquier cosa que nos guste con el único fin de poner la mente en otro lugar que no sean las responsabilidades, al menos 30 minutos al día. Si invertimos toda nuestra energía en trabajar, cultivarnos a nosotrxs mismxs jamás debería sentirse mal.  

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