Por: Mariana Ordoñez
Llegó la época navideña: con su calor, su alegría, su comida, su unión y, por supuesto, su gastadera de plata. Claro que a muchxs nos encanta la Navidad, pues no existe nada mejor que parchar con familia y amigxs al son de Pastor López comiendo natilla, buñuelo, lechona y tomando un buen canelazo. Sin lugar a dudas este momento del año es catártico: reunirse por el simple hecho de compartir hace que los días sean más llevaderos. Las luces citadinas, las decoraciones, las reuniones y los deseos forman parte de pequeños instantes de paz, en donde respiramos hondo y logramos soltar el peso de las responsabilidades que cargamos durante todo el año. Sin embargo, (y es aquí donde aseguro que el sentido de este texto jamás será quitarle la magia a los días decembrinos, sonando aún más cliché que de costumbre) quiero abrir una pregunta para reflexionar: ¿Puede la Navidad estar sobrevalorada?
Hoy les invito a quedarse; les juro que mi propósito no es más que cuestionar de vez en cuando los comportamientos en los que me veo atrapada como ser social y ver si, por medio de la escritura, logro disipar al menos un poquito todos esos pensamientos que ahogan. Y bueno, claro que es hermoso cuando me topo con que, más allá de ser ideas “obvias”, muchxs se sienten identificadxs con este tipo de expresiones. Así recuerdo que, cuando aquello que cargo internamente a diario se comparte con una colectividad (que también tiene la opción de decidir si le atañe o no), todo tiene más sentido para mí.
Volviendo a la pregunta inicial, seguramente lo que a muchxs se nos viene a la cabeza inmediatamente es: consumismo. Es decir, todas esas compras o acumulaciones de bienes (y servicios) considerados “no esenciales”. Está más que claro que la época navideña es la cúspide cuando a este término nos referimos. Y es por eso mismo que quiero plantear esta problemática, pues aunque sea un tema súper evidente, la mayoría lo seguimos dejando pasar de largo porque ya es suficiente con todo lo que tenemos en nuestras vidas personales como para preocuparnos por cosas como estas. Pues bien, para eso estamos también lxs escritores. Para tomar estos puntos cotidianos y moldearlos dentro de un pensamiento colectivo. Recordemos que absolutamente todas las acciones que ejecutamos dentro de este mundo tienen una reacción que va mucho más allá de nuestra individualidad: la naturaleza, el medio ambiente y miles de recursos terminan recibiendo el impacto de nuestro libre albedrío.
Resulta que por allá en 1980 nace un término llamado “Christmas Creep” que, traducido según los medios latinoamericanos, sería el “Adelanto de Navidad”. Para entenderlo mejor: es ese fenómeno que genera que tan solo un día después de Halloween ya estemos pensando en Navidad y que el último viernes de noviembre exista el famoso “Black Friday”. Y no precisamente porque surja de manera innata de nosotrxs mismxs. El término existe porque el mundo del mercado y el comercio logró traspasar, a través de los años (y en gran medida gracias a la tecnología) el sector económico para inmiscuirse en lo social.
Si ustedes se ha sentido presionadxs por hacer compras desde agosto, si sienten la necesidad de estrenar ropa en diciembre, si creen que tienen la obligación de entregarle un regalo a cada unx de sus familiares, amigxs o conocidxs el 24, si suelen escribir una checklist con cosas navideñas para comprar, ustedes probablemente ya sean parte del Christmas Creep.
Ojo, no con esto digo que tengamos que retirarnos de las tradiciones y estar en contra de todo tipo de consumo navideño. Con esto solo quiero generar un poco de consciencia, incluso frente a preguntas o sentimientos que pueden llegar a afectarnos en determinado momento, como al estar presionadxs o alcanzadxs económicamente y sentirnos mal por creer que no vamos a lograr agradecer de manera física a quienes nos han acompañado, o cuando nos cuestionamos por qué nos sentimos obligadxs a comprarle un regalo a ese familiar que ha permanecido ausente durante toda nuestra vida, que solo vemos esa vez al año en una reunión y que seguramente en algún momento se ha preguntado lo mismo.
Y es que según lxs psicólogxs, en nuestro cerebro se activa el “circuito de recompensa” al generar una compra (ya sea para nosotrxs o para alguien más). La dopamina, que es la hormona del placer, es la responsable de que sintamos la necesidad de comprar. Así, se activa a su vez la serotonina e inmediatamente finalizado el proceso nos sentimos alegres y tranquilxs. Ese vacío que teníamos por x o y motivo, en segundos, desaparece. El problema radica cuando realizamos este tipo de compras sin analizar el impacto que tendrán en nuestro bolsillo. Las tarjetas de crédito, el crédito de libre inversión y muchas otras formas de cubrir la deuda se convierten muchas veces en una bola de nieve que, les aseguro, pesa mucho más que la felicidad instantánea o el cumplir con el deber en la reunioncita familiar.
De acuerdo a las estadísticas, para el 2021 “el 35% de los colombianos gastó hasta 600.000 pesos en compras de Navidad”. Esto teniendo en cuenta la difícil situación económica por la que estaba pasando el país luego de la pandemia y que el salario mínimo está fijado en un millón de pesos. Básicamente, esta cifra fue el reflejo de lo importante que sigue siendo para lxs colombianxs el acto de comprar y regalar en Navidad. Entonces…¿hasta qué punto es una tradición?
La primera vez que me cuestioné este tema tenía 10 años. Recuerdo que faltaban unas semanas para Navidad y decidimos reunirnos con un par de amigas en el parque del conjunto con el motivo de mostrar las cartas que le habíamos escrito al Niño Dios con los regalos que queríamos. Una de mis amigas sacó una hoja gigante escrita por lado y lado pidiendo los mejores juguetes que aparecían en televisión en la época: un Furby, un Tamagotchi, una Bratz, My Little Pony y un millón más que cubrían toda la carta. Inmediatamente dudé si el Niño Dios tenía la capacidad para darle tantos juguetes a una sola persona. Me parecía increíble, sentía que si eso sucedía…miles de niñxs alrededor del mundo iban a quedarse sin juguete pues ella iba a tenerlos todos, y que por esa misma razón mis papás siempre me decían que anotara solo 3: para que así el Niño Dios pudiera elegir cuáles eran los ideales para mí ese año según como me había portado. Llegué sorprendida a casa a contarle a mi mamá lo que había sucedido y le pregunté: “¿Mami, será que mi amiga se portó súper bien este año y el Niño Dios va a darle todo lo que pidió? Bueno, aunque yo recuerdo un par de cosas malas que ella hizo…por eso se me hace tan extraño”. Mi mamá solo sonrió, me dio un beso en el cachete y me dijo que únicamente el Niño Dios era quien podía saber eso.
Claro que años más tarde entendí el poder que tenía en realidad esa experiencia de la infancia. La televisión nos bombardeaba con un montón de comerciales que le decían de alguna u otra manera a nuestra pequeña mentecita que debíamos poseer todo lo que promocionaban para ser “cool” y, sobre todo, felices. La alegría se resumía en tener todos los juguetes y, por supuesto, originales. Donde se luciera un juguete de una marca distinta, seguramente lxs compañerxs se burlarían. En lo personal, viví mi infancia en un colegio y en un conjunto con privilegios. La cosa está en que, dentro de esos mismos privilegios, mi consciencia infantil seguía preguntándose el por qué de tantas situaciones extrañas para mí. Y no me imagino la presión que sentían (y sienten) aún miles de padres y familias al momento de pensar en lo que “deben” regalarle a sus hijxs.
Por supuesto que los tiempos han cambiado un montón. Pero no perdamos el valor de la unión, de compartir, de vivir momentos que no volverán a repetirse por estar pensando en la importancia de lo que se va a dar o recibir. La Navidad está sobrevalorada en tanto que, el verdadero valor aún sigue estando en la cantidad de regalos, y no en la cantidad de abrazos, de risas, de tiempo. Ser recíprocxs en la tradición es bellísimo, pero si nace del corazón y no como una obligación que comienza desde agosto.