Por Santiago Rivas
Tener o no tener hijos es una tremenda decisión. Siempre lo ha sido y, curiosamente, es algo que también durante años parece que dimos por sentado. Tiene consecuencias en todos los niveles, desde el tiempo libre hasta el ritmo de gastos de la vida.
Con el paso de los siglos se ha convertido en una decisión más compleja, gracias a cierta hermosa obstinación que nos hace, aunque siempre traten de evitarnos la fatiga, cuestionar lo que está establecido. Es decir, las generaciones actuales todavía crecieron educados sobre la base de que el destino de todo el mundo es reproducirse, porque solo así existe ese legado del que tanto se habla.
Lo es, porque tiene que ver con nosotros mismos. Esa idea de la memoria, la perpetuación de los genes, es una locura. Al comienzo era fundamental, porque de eso dependía la supervivencia de la especie, y ese instinto aún lo tenemos. Es natural que la gente quiera tener hijos. No es una traición al planeta, al feminismo, a tu complejo de Peter Pan o tu vida de soltero fiestero, tampoco es una traición a tu puta agencia (por decir una empresa al azar, obvio) que te obliga a trabajar treinta y seis horas seguidas en nombre de “la milla extra” o quién sabe qué tontería.
Es trascendental, porque no es igual para mujeres que para hombres. Nos obliga a hablar desde nuestro lado y a poner de nuestra parte. A escuchar y pensar si entendemos los procesos que se van a surtir en el otro, en la otra, en el otre. Obviamente es mucho más duro para las mujeres. No es solo el dolor, que ya está por encima de lo que cualquier hombre podría soportar en cualquier circunstancia, sino la aparente obligación de la entrega incondicional, que de no serlo, estará matizada por la culpa.
La asignación dogmática y violenta de los roles de género, la depresión post parto, la angustia de no sentir conexión alguna con le hije al frente, la sensación de confinamiento que trae consigo. Las cuestiones de libertad que contiene y que conecta, la influencia que tiene en la sexualidad (por su pérdida o aplazamiento) hacen que sea un tema de principio a fin ligado a todo lo que está envuelto en la vida moderna y que sigue golpeando especialmente a las mujeres. Solo con el dolor, natural o quirúrgicamente inducido, la violencia obstétrica y la negativa de muechas sociedades a despenalizar el aborto y garantizar su acceso libre, traen consecuencias nefastas para nuestra manera de entender el hecho de tener progenie y familia.
Para los hombres es más fácil, pero al mismo tiempo trae unos retos muy grandes, porque el machismo hace sufrir también a los hombres. El primero tal vez sea la sensación de responsabilidad, que no estamos (al menos mi generación) acostumbrados a afrontar. No me refiero a proveer, sino a estar ahí, presente, a cuidar y pensárselo en el día a día, ponerle el pecho y la cabeza. Al principio el amor, la relación directa hormonal, suple el impulso necesario, pero rápidamente un hombre puede irse desconectando de ese deber, sobre todo, y este es el segundo reto, por una sensación constante de ineptitud y de culpa. Se puede solucionar, solo afrontando de frente la decisión que uno tome.
El asunto con las relaciones de pareja y la forma en que se supone que se solidifican, solo para empezar a resquebrajarse, hace que esta sea una decisión clave en la vida de quienes verdaderamente se aman. Muchas diferencias hasta el momento ocultas afloran cuando dos personas deciden procrear. La relación con la comida, los modales, la autoridad, los gustos, la enfermedad, empiezan a inmiscuirse en las conversaciones diarias y pueden volverse barreras insalvables si uno no cuida sus propias neurosis y obstinaciones y todo esto está desatado por una persona que no tiene la culpa, que no debería sufrir ninguna de las consecuencias de nuestras cuestiones neuróticas y preguntas acechantes.
Y claro, el sexo. Por un tiempo simplemente se suspende y obviamente puede volver, pero la relación de las personas con su intimidad cambia, de la misma forma que su relación con el propio cuerpo. El ruido, el contacto, el dolor, las cosas que se ven y se viven, transforman completamente los entornos afectivos. No es simplemente la ola de amor que se siente, no es simplemente el afecto y el cariño y el cuidado, tan bellos en abstracto, tan difíciles en concreto y sobre todo, tan complejos. Tener hijos es una cuestión crucial y de esa manera, es una cuestión compleja.
Es una cuestión macro y microeconómica, tener hijos (o no). Micro, porque es un costo tras otro, porque desde el embarazo y las clases, las citas, los viajes, las adaptaciones, todas las cosas cuestan plata que la gente antes destinaba a otras cosas, las que fuera. Luego, esa plata empieza a ser más plata y empieza a destinarse a todo tipo de productos nuevos, pañales (incluso los reutilizables, que los hay muy buenos), ropa y zapatos. Hay formas de economizar en eso, pero en un sistema educativo tan precario como el colombiano, quien pueda va a optar por enviar a sus hijes a un colegio bueno y los públicos de alta calidad, lastimosamente, son rapados por lo raros, por lo que empiezan a pesar cuestiones de todo tipo en materia económica y esa es una cartera dura. La vivienda cambia, los doctores cuestan, los remedios, todo. En un país empobrecido es importante siempre pensar en lo que vale, pero también en lo que implica políticamente, lo que nosotros debemos, en nombre de les hijes que ya nacieron y les que no han nacido, que todo cambie. Incluso que se derrumbe todo, porque necesitamos mejor vida para esos hijos.
Por lo tanto, es una cuestión macro. Porque somos mucha gente y cada vez más, y por eso sentimos la urgencia de parar e incluso en términos de crecimiento poblacional, la decisión individual de tener o no una progenie tiene un impacto global. El costo de las cosas, la cantidad de cosas a disposición.
El espacio, los espacios que se supone que habría que empezar a ocupar. Los hijos y los sistemas de gobierno, desde el capitalismo que empobrece a muchísima gente pero igual les vende producto tras producto para la maternopaternidad y para el cuidado de bebé y para poner bonite a bebé y etc., etc., hasta el comunismo chino que logró por años mantener a raya el crecimiento desmedido de su inmensa población, pero está empezando a darle otra vez espacio a un segundo hijo por familia. ¿Vale la pena justificar la restricción poblacional? ¿Se justifica? Es posible, y por eso es tremendo asunto, que no solamente tiene que ver con lo económico, o que teniendo que ver con lo económico, directamente empieza a impactar nuestros modelos productivos. Cuando pensamos en tener familia, pensamos en darle a cada hijo o hija una vida mejor a la que tuvimos, pero es claramente imposible para la gran mayoría de las personas. El mundo ha mejorado en algunos aspectos, pero no es suficiente. El problema es que no hemos encontrado el modelo que nos permita crecer sin llevarnos todo a nuestro paso y, por lo tanto…
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Tener hijos se ha vuelto la cuestión ambiental por excelencia. Con todos los matices que eso conlleva. Primero, porque traer hijos a este mundo de mierda a que sufran la crisis climática y las tormentas, el calentamiento global y las crisis alimentarias es una canallada y hace ver el acto de procrear como un capricho del ego, una vanidad de quien quiere verse en una personita que llegó a presenciar el apocalipsis.
Segundo, porque cada nuevo hijo o hija requiere de alimentos, manutención, cuna, ropa, zapatos, pañales. Materias primas y muchísimo plástico, más agua para bañarse, rellenos sanitarios o algún lado donde apiñar millones de millones de pañales cagados en todo el mundo que el capitalismo está siempre dispuesto a ofrecer, pero por los que nunca responderá. Y encima esa parranda de pelotudos haciendo revelaciones de género que cuestan más plata y nos llenan de ira y desasosiego que, lo crean o no, son también un indicador ambiental, porque por instinto deberíamos ser la primera especie en cuidarnos y sentir que las cosas no valen la pena trae consecuencias directas en nuestra forma de comportarnos, que afectan al planeta entero. Es a ese precio, llaves.
Hasta ahora, los sistemas de herencias no han sido suficientes para combatir el rutilante brillo de las cosas nuevas que podríamos tener y en este mundo miserable hasta ser sostenible cuesta y solo puede hacerse desde el privilegio. Solamente gente que tenga tiempo y comida puede ponerse a pensar en los sistemas agroecológicos en los que se cultiva cada uno de los huevos que se comen sus hijes. No quiere decir que debamos abandonar la idea de mejorar los hábitos de consumo, sino que debemos rápidamente encontrar una fórmula que nos permita gestionar nuestra vida como especie, de manera que no nos extingamos y paradójicamente todo está involucrado en el proceso de decidir si uno se reproduce o no.
Entonces es crucial, pero es al tiempo la cuestión más estúpida. Es imposible de discutir, o se puede discutir, pero, pese a lo que cree Héctor Abad, no hay acuerdo en que dejar de reproducirse sea la mejor respuesta a la crisis ambiental que está a las puertas. Claro que impacta el crecimiento demográfico, pero la reproducción también hace parte de nuestras vidas y, de paso, se ha utilizado ese argumento bobo de “intincis dijin di tinir hijis” para evitarnos dar una conversación a fondo sobre nuestros sistemas y modelos económicos, sobre injusticia social y ambiental, sobre redistribución del ingreso y sobre el hecho miserable e inexplicable de que vivir cueste puta plata, cuando el planeta es de la especie, no del malparido sistema que hace que tengamos que pagar para comer comida y beber agua.
De hecho, si existe un acuerdo, precisamente está en que la mejor manera de frenar la explosión demográfica es mejorando el nivel de vida de la gente más pobre, que en Colombia es demasiada. Le reprochamos a la gente tener hijes, para evitarnos hablar sobre lo importante que es redistribuir el ingreso y garantizar una salud reproductiva y educación sexual al alcance de toda la gente, empezando por la posibilidad de abortar, que mucha gente seguirá sin tomar. Las libertades no están hechas sobre el mandato de ejercerlas siempre y ante cualquier situación.
Pero además, es una cuestión sumamente estúpida, porque nadie ha logrado frenar que nos reproduzcamos. No vale tener la razón, no importan las cifras ni el bolsillo. Es verdad que implica unas enormes responsabilidades, empezando por la de saber lo que hacemos, si queremos o no, o si estamos queriendo porque naturalmente nuestro cuerpo nos empuja a ello y no porque nosotros en realidad lo queremos así. Sobre todo, saber si estamos preparados, si entendemos hasta qué punto nunca lo vamos a estar, o si vamos a dejar que la vida nos prepare a las patadas. Sin importar lo que uno escoja o el universo escoja por uno, va a estar bien. Eso, sin embargo, no nos exime de nuestra obligación de afrontarlo con responsabilidad y echarle cabeza, de pensar en el planeta, pero también, al mismo tiempo y con la misma intensidad, en esa persona que uno va a traer acá el mundo, a clavarle, si no se fija, todos sus traumas familiares, todas sus heridas y, encima, una crisis climática.