Nada se puede dejar solo. A nivel nacional, el 40% de la ciudadanía colombiana percibe que este es un país inseguro. En Bogotá, la cifra llega al 88%. Robos, feminicidios, violaciones, paros, paros armados y una seguridad que nunca se hizo democrática, sino falsa y positiva, nos mantienen en alerta, sin dejarnos andar por el mundo como si no importara.
Por: Nicolás Samper Serrano
En un banco, la fila para llegar a las cajas tiene otra fila dentro de ella. Un usuario llena su formulario de consignación y suelta el esfero, que pendula de un lado a otro hasta que lo agarre el siguiente cliente. En un Transmilenio, una muchacha se abraza a su maleta, apoyada en el acordeón donde puede ser indiferente a las miradas acechantes de los hombres que la siguen desde que se subió. En un andén, un señor camina con los audífonos puestos. En cada semáforo, se detiene y se toca los bolsillos, se acomoda el morral para revisar que tenga todo con lo que salió (no es TOC, es que tal vez lo chalequean). Un adulto sale por la puerta de una cafetería, se pasa la tira izquierda de su morral por el hombro y llega a pisar el borde del andén. Una moto pasa, el conductor se detiene, saca un arma y dispara. En una cama, un primo puberto manosea a su prima menor, diciéndole que ya es hora de hacerse mujer. Una mujer amanece en un lote vacío en el norte de Bogotá con hematomas, dolor en el vientre y un mareo por la escopolamina en su sangre.
Todas estas escenas pueden darse en Cali, Medellín, Barranquilla, Cartagena, Santa Marta y, claro, cómo no, Bogotá. En 1997, el periodista del New Yorker Jon Lee Anderson visitó a García Márquez en su apartamento del centro de Bogotá. Le dijeron que por el centro de la ciudad era mejor no caminar. Ganarse un tiro o una puñalada por 2.000 pesos era un regalo para los ladrones.
Para vender la vida, mejor ofrecérsela al ejército colombiano. Además, solo paga con su vida. Se ahorra las dos barras. En el año 2005, la vida de una persona podía llegar a valer 200.000 pesos si la ejecutaban sin un debido proceso. Tres años de implementación de la Seguridad Democrática, de un giro 720º en el aire, que llegó cuatro años después de la campaña de “El Cambio es Ahora”. Tres años de matar civiles hasta llegar a ser ocho años en los que se alcanzó una cifra: 6.402 civiles ejecutados sin sentencia por el Ejército Nacional. Una política que comenzó con la Operación Orión en la Comuna 13 de Medellín, en la que hirieron, murieron y desaparecieron a casi 600 personas. La misma política que los hace darnos like en carretera.
Con razón Antanas Mockus es “el político intelectual”. Entre tanta muerte replicada, él repetía: “Tu vida es sagrada”. Y lo afirmaba con la misma vehemencia con la que mostró el culo. Si algo debe decirse con tal dureza y reiteración, es porque hay un axioma que hay que implantar en la sociedad (hacer la inception, mi pez, pero a nivel masivo. No como Nolan, sino como Goebbels, el que convenció a toda Alemania de que los judíos eran ratas). Y si hay que implantarlo, es que esa idea no está en esa sociedad. Pues, la vida no es sagrada. Y si no es sagrada, ¿cómo puede ser segura?
Solo en Bogotá, la percepción de inseguridad era de un 76% en 2020. Un año después, era del 88%. Años de cuarentenas y de pandemia. Solo dos, que pararon un país. Lo pararon más que los paros de 2021, en los que ya el hambre y la rabia vencieron al miedo. Era la primera vez que los manifestantes llegaban hasta el norte de la capital. Con piedras de capuchos, gases del ESMAD, reventadas de ojo, quemas de CAI’s, asesinatos en Pereira, disparos de civiles a indígenas, éstos metiéndose por los conjuntos de las casas con piscina de la jái caleña, ¿cómo se percibe que la vida es segura?
¿Cómo se percibe que la vida es insegura a nivel nacional? En una encuesta del DANE y el ESCS, preguntaron por agresiones que uno ha recibido o miembros de su familia; porque hay lotes baldíos o calles sin alumbrado (la oscuridad, la soledad y el vacío no dan seguridad); porque se vende droga; por lo que dicen las noticias y la gente; y ahí les dejo las tablas para que pongan el ojo a los que asociamos con seguridad, según el DANE y el ESCS.
Y, sin embargo, ¿qué es la seguridad? El documento oficial de La Política de Seguridad Democrática del gobierno de Uribe Vélez y su primera Ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, evitaba definir el concepto, pero le daba un objetivo: <<reforzar y garantizar el Estado de Derecho en todo el territorio, mediante el fortalecimiento de la autoridad democrática: del libre ejercicio de la autoridad de las instituciones, del imperio de la ley y de la participación activa de los ciudadanos en los asuntos de interés común.>> Relamido lenguaje vacío para darle libertad de acción a lo que financió el Plan Colombia: Las armas y el entrenamiento del Ejército para ser una máquina que entra a matar.
Sin embargo, en la carta de presentación del mismo documento, Uribe Vélez también evitaba definir la seguridad, mientras ofrecía destellos de lo que para él significaba: <<Por el contrario, la seguridad garantiza el espacio de discrepancia, que es el oxígeno de toda democracia, para que disentir no signifique exponer la seguridad personal>>. El que da en la cara, marica. El que le dijo guerrillero a todos los que le llevaron la contraria, el creador de las cooperativas de seguridad Convivir, fue el que menos garantizó espacios seguros para la discrepancia. Más bien, donde la veía, la eliminaba. Aunque hizo seguras fincas y carreteras de otros gamonales. Y sí, sacó a la guerrilla. Pero no acabó con ella, que era lo que quería: quitarle el espacio seguro a los que discrepaban con su proyecto.
Muchos años después, en el 2019, 746 líderes sociales recibieron amenazas de muerte por defender una planta, un río, unos muchachos, unas mujeres, una comunidad. Eso dijo la Defensoría del Pueblo. Al parecer, la seguridad no era para todos, como prometió Iván Duque.
Pero esta es una seguridad muy institucional, muy estructural. La promesa de campaña. La que se ve en los renders del Río Bogotá de Peñalosa. La de los Resorts con los que sueña Rodolfo Hernández en el Parque Tayrona. Pero no es la única. Y tan encuestada, sesgada desde las preguntas. ¿Cómo así que una tierra vacía es insegura? ¿Cómo así que por la información que recibe de medios y de gente se sabe qué es inseguro y qué no? Hay una seguridad que es más individual, que se siente en el cuerpo, que nos mantiene en estado de alerta.
María Ángela Urbina tuiteó algo muy interesante sobre la distracción: <<Mi sueño es algún día tener derecho a ser una mujer distraída en Colombia y en otros países de América Latina. Poder dejar descuidado el trago, olvidar el celular en el baño o en el taxi y encontrarlo luego, perderme por las vías de noche y otras cosas de distraídas.>>
Y es que las mujeres no pueden dejar destapada una copa de un cóctel. Caminan de noche con más miedo que piernas. A un congresista lo quieren recusar por ser homosexual y proponer una ley que proteja a la población LGBTIQ+ de la torura y el abuso policial. Distraídas ni maricas se pueden sentir seguras en la calle o en un bar.
Hace tan solo unos meses, un hombre insultó y golpeó a una pareja gay en Chapinero. No estamos hablando de un vaquero de Puerto Carreño. En Bogotá, existían las correrías de travestis en los ochenta, en las que muchachos universitarios perseguían a personas trans, que les sacaban sus navajas de afeitar para cortarlos de una cachetada. Si una pareja de hombres no se puede dar cariño en público, no hemos salido de los ochenta.
Colombia es un país muy inseguro porque no se puede dejar un lápiz en la fila de un banco sin que alguien se lo robe. No se puede vestir una ropa por la que uno camelló sin el miedo a perderla (con el placer de estrenar) en la calle. Lo digo por una reflexión que hizo Wiliam Ospina en “A fondo”, el podcast diario de María Jimena Duzán. (Voy a votar por Petro, para que no salten, reactores sin criterio). Ospina decía que las mismas élites colombianas se han encargado de construir un país inseguro para ellas mismas. Esa élite vive entre escoltas y vidrios blindados porque hicieron un país para extraer y vender; no un país para vivir.
Esa élite no puede salir de una cafetería sin que un sicario aparezca al borde del andén. Como un pandillero de una panadería de Ciudad Bolívar no podría hacerlo si su pandilla se enfrenta con otra. Si la vida vale 200 barras, ¿cómo va a ser sagrada? ¿Cómo podremos distraernos si seguimos viviendo entre el crímen, entre el odio por ser diferente?
Si no podemos ser diferentes, mucho menos podremos discrepar. Y el espacio siempre será seguro para los que estén dispuestos a eliminar la discrepancia. Y los que discrepan -los gays, ricos, mujeres, pobres, clasemedia, trans- no pueden andar distraídos ni en su propia cama.
La seguridad, entonces, sería el lujo de andar y dormir distraídos. ¿O no?