¿Se resignifican monumentos y lugares públicos con la protesta? Aquí un texto sobre el placer y acto de la manifestación.
Por: Nicolás Samper Serrano
Ilustraciones: Harold Magnus
Los monumentos son la versión oficial de la historia que se cuenta al recorrer una ciudad. El de los Héroes, en la autopista con calle 80, en Bogotá, fue mandado a hacer por Laureano “El Pájaro” Gómez, para conmemorar a los soldados que él envió a Corea a pelear contra el comunismo en 1952. Pero terminó siendo un monumento a la única guerra que se pudieron poner de acuerdo ha valido la pena: la de Independencia.
El “Pájaro”, que tiene su propia estatua, se lo mandó a Angelo Mazzioni, un arquitecto futurista, consentido de Benito Mussolini, que se refugió en Colombia tras la derrota del fascismo en la segunda guerra europea. (Hay que decir que varias estatuas de la ciudad fueron hechas por artistas italianos, como las notas del himno de Colombia).
Iba a ser una torre de cincuenta y siete metros, pero Rojas Pinilla le quitó las alas al “Pájaro” y el monumento se construyó hasta 1963, cuando ya era presidente el abuelo terrateniente y poeta de Paloma Valencia. Como eran épocas del Frente Nacional, de turnarse el poder, y había que conmemorar una guerra, se pusieron de acuerdo en las batallas de Simón Bolívar, que está en el ala norte del monumento.
La estatua del prócer hoy parece la de un bandido. Alzando una espada sobre su caballo, “Culo de hierro” Bolívar tiene la nariz y la boca cubiertas por una bandera de Colombia. Su caballo tiene manchas de pintura roja que bajan de su grupa y su crin por la sangre que de las víctimas del abuso policial desde el 28 de abril.
A pesar del dolor, la tristeza, el duelo y la ira de muchos, los manifestantes han protestado en paz. Invitan al respeto. Cantan, bailan, pintan, soplan flautas, clarinetes, trompetas, retumban tambores, golpean cacerolas, sacan parlantes para enviar mensajes de ira, dolor, rabia, duelo y unión.
Así, se resignifican y transforman dos cosas: primera, un monumento a la guerra se transforma en un espacio de paz, intervenido con grafitis que denuncian la violencia estatal, policial y paramilitar; con canciones y velas que honran a las víctimas de esa violencia. Tomado en paz por los jóvenes hasta que llegan los gases de la policía en la noche. La estatua de Bolívar, uno de los personajes de la historia más manoseados, tergiversados y hasta banqueado, con su trapo vuelve a ser revolucionaria. Su estatua se pone en movimiento, o se une al movimiento de este paro, más bien.
La segunda, es que ser ciudadano deja de limitarse al tedio del trámite burocrático. Los manifestantes, aunque no de forma literal, están hablando con gusto de ejercer sus derechos como ciudadanos. Hay cierto placer en salir y liberarse luego de meses de encierro, de estudio y trabajo solo en la pantalla. O de vagancia encerrada porque no hay más chances para trabajar. Puede que esta revuelta sea disipada, que no tenga un acuerdo de la sociedad civil en su totalidad, pero se sale y disfruta en paz, porque no hay nada más placentero que ganarle con alegría al miedo. Entonces, el fin de mostrar el descontento es el placer de ser ciudadano.
¿Cuántas endorfinas no se habrán liberado en las marchas de la Segunda Línea, el grupo de músicos que convocó a marchar desde el Parque de los Hippies el 28 de abril? ¿Cuánta dopamina habrá invadido los cerebros de las mujeres bailarinas que convocaron a un plantón en ese mismo parque?
Si ejercer nuestra ciudadanía se vuelve gozo, y así vencemos el dolor y la tristeza de vivir en un país que niega que ha vivido más de doscientos años en una guerra de pandillas regionales que se disputan el Estado, bienvenido sea.
Bienvenido sea el placer de ser ciudadano para cambiar y resignificar nuestras historias.