La dicha de no ser mamá

Por: Margarita Posada

Cuando rondaba los ticinco me vanagloriaba de no querer ser mamá, que es muy distinto de no serlo. Estaba convencida de que era una decisión cien por ciento mía. Escribí un artículo en el que ponía de manifiesto que NO quería ser mamá, no por el calentamiento global ni la sobrepoblación del planeta, sino porque no quería traer al mundo a otro ser tan enredado como yo (falsa modestia). Alegaba, con rabia, que no era por egoísta, que de hecho creía que el acto más egoísta y engreído de un ser humano era querer prolongar su ser a través de la reproducción. Al final dejé abierta la posibilidad de serlo o no serlo, porque intuí que con el pasar de los años a lo mejor me iban a dar ganas. Y me dieron…

Por ganas me refiero a ese reloj biológico del que todo el mundo habla. Llegué a mis treinta y tantos sintiendo que no quería perderme de esa experiencia y como creía aún que era única y exclusivamente MI decisión, decidí que quería ser mamá… y soltera. Logré el acometido de quedar embarazada, así, a la topa tolondra. Las ganas siempre son animales, impulsivas. Pero como uno no es río para no devolverse, ya estando embarazada me di cuenta de que me daba físico pánico. La pregunta que importaba no era si iba a ser capaz (capaces somos todos), sino si realmente QUERÍA, con todo lo que ese querer conllevaba. Y no. La respuesta era no. No solamente porque estaba muy loca si creía que iba a ser rico ser madre soltera, sin tener a otro cómplice de semejante responsabilidad, sino por pensar en lo que el trastorno bipolar del que padezco podía causarle a un hijo criado por mí. Y aborté, y me quedó siempre la duda de cómo habría sido, pero también me quedaron ciertas certezas placenteras. 

Entrada en mis cuarenta y tantos, puedo decir de antemano que hay muchas cosas que envidio de quienes son padres, pero que también siento una dicha inmensa de haberme perdido ese placer abnegado. Qué placer no tener un vínculo para siempre con un padre ausente, como habría sido en mi caso. En caso de que hubiera estado presente, qué suerte no haber tenido que pedirle que cumpliera con sus obligaciones como padre, ni discutir sobre la educación que queríamos darle a nuestro hijo. Y, como todo esto es hipotético, en caso de haber sido mamá con una pareja estable, qué bendición haber podido seguir siendo nosotros y nos “los papás de”. Vale. Ódienme por todo lo que acá digo, pero léanme hasta el final, les ruego. 

Me encanta ver las miradas iluminadas de dicha de mis amigas recién paridas con sus cachorros en el pecho, pero he visto también sus pezones en carne viva y su frustración porque el bebé no está comiendo lo suficiente o porque no van a ser las vacas lecheras que soñaban ser (ahora parece obligación o mandato poder lactar y las que comparten su fundamentalismo sobre el tema parecen no darse cuenta del daño que les hacen a otras mujeres que no la logran). Sé que cada pañal cagado vale la pena si se ponen en la balanza todas las sonrisas de ese cachorro humano que además se parece a uno, pero también he escuchado mamás hablando de popó durante tres horas sin parar, fracasando así en el intento de haber sacado tiempo para “ellas” y tener vida fuera de su maternidad. 

Viví en carne propia lo que es cuidar de un párvulo, dormir de manera intermitente, ver Peppa Pig invariablemente a cualquier hora del día, cocinar sin descanso para luego ver la sopa de espinaca fresca adherida a la ropa de la pequeña, por todo el piso, adherida a mi propia ropa y hasta en mi pelo. Lo hice durante unos pocos meses al ofrecerme a ayudar a mi mejor amiga a cuidar de su hija en Canadá y fue una experiencia divina… porque tenía fecha de caducidad. 

A medida que iba cogiéndole el tiro a la vuelta empezaba a ilusionarme con que habría podido ser una gran mamá, con que era mucho más fácil de lo que había imaginado. ¡Esto es papitas con pollo!, me decía. Entonces llegaba el día en el que Emilia lloraba sin parar a la madrugada por un dolor de estómago o por pura desazón, o la noche en que intentaba ponerme a leer un libro y no llegaba ni al segundo párrafo. Y ahí era cuando me daba cuenta de que era facilísimo para mí porque yo no era la que iba a tener que pensar en el futuro de esa chiquita hoy, mañana, pasado mañana, y hasta que alguna de las dos se muriera. 

Con todo respeto, qué dicha sus hijos, pero qué dicha también que no son los míos, que puedo gozármelos como una tía que queda exhausta con dos días de ejercer y que al final del día vuelve a entregarles sus retoños con cierta melancolía por no poder estar más tiempo con ellos, pero también con un gran alivio de poder volver a poner los cojines de la sala en sus sitio y desarmar la casa que, con cobijas y llenándolo todo de migajas de galletas, armaron los sobrinos. 

Y como ese, hay otros alivios que no puedo dejar de mencionar: qué dicha que no tengo que devanarme los sesos pensando de dónde voy a sacar la plata para pagar un bono que le va a dar derecho al hijo que no tengo de entrar a un colegio porque, aunque lo hayan prohibido, ahora los colegios privados lo llaman contribución voluntaria en aras de no hacer tan evidente el descaro brutal con el que desfalcan a las familias. ¡Al diablo ese dicho de que cada niño viene con un pan debajo del brazo! Seamos realistas, las vicisitudes económicas se resuelven por el camino, sí, pero no dejan de ser una constante preocupación que, perdónenme la franqueza, no envidio tener. 

Qué gloria poder salir a comer y hablar de cualquier estupidez sin que la niñera o el papá del niño me llamen para avisarme que se dio contra la mesa de noche saltando en la cama y tener que salir corriendo a una clínica para que le cosan el coco, y desfallecer de angustia ese día, y cuando se vaya a patinar con los amigos, y cuando tenga su primera pijamada y cuando cualquier evento nimio de su vida me muestre de nuevo la cruda realidad de que los hijos son prestados, van a sufrir, sí o sí y, encima, van a echarles la culpa a sus padres, sí o sí, porque nunca van a ser lo suficientemente diestros, porque siempre, sí o sí, se van a equivocar en algo.  

Adoro ver fotos de los hijos sonrientes de mis amigos en sus publicaciones de Instagram, pero también he presenciado en la vida real sus pataletas, y recuerdo las mías, que eran descomunales. Adoro acompañar a mi amiga a dejar en una fiesta a su hija Lourdes, pero no me genera ninguna envidia la preocupación que su madre va a tener esa noche y todas las noches que salga hasta no oírla abrir la puerta, ni tampoco las conversaciones que obligadamente tendrá con ella para explicarle cómo cuidar de su sexualidad o aprender a tomar, cuando ni yo misma pude librar a mis papás de oírme vomitar a las tres de la mañana o verme cambiar de novio como de calzones. 

Qué bendición no tener que viajar con un párvulo en un avión, soportando las jetas de personas inconscientes que, como yo, no entienden lo que es tener un hijo y no poder controlarlo para que haga siempre lo que uno espera o necesita que haga. Qué dicha no andar de conductor elegido para llevar y traer de una clase a otra a unos niños que pelean en el asiento de atrás y no dejan ni siquiera oír la música que a uno le gusta en el trayecto. 

Qué dicha no tener que oír reguetón, ni fungir de policía en una fiesta de adolescentes que se comportan como los Gremlins en el cine. Qué fortuna no tener que establecer una guerra fría de suegra con la novia insoportable que se consiguió el hijo que no tuve. Sé que la lista de pros y contras es interminable, pero a mí me toca hablar de lo bueno de no ser mamá, no de lo malo.  

Qué emoción no tener que oír a alguien hablando igualito a mí, haciendo las mismas muecas que yo hago o, peor, verlo actuar como odio que actúe su papá (sea o no sea mi pareja). Qué regalo no tener en frente de mí ese espejo magnificador de defectos propios que resultan siendo los hijos. Qué alivio también no depositar inconscientemente mis frustraciones en ese hijo que no tuve, aunque yo misma tenga que cargar con la frustración de no haber sido mamá.

 

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