Por: Mariana Ordoñez.
Pensar hoy en día en el 2019 a muchxs nos genera aún una sensación extraña. A veces pareciera que parte del tiempo se congeló junto con personas, lugares, emociones, hábitos y un fragmento de nosotrxs mismxs. Y cuando pensábamos que todo este tema de la pandemia había quedado atrás, un nuevo pico se dispara a pocos días del 2023, casi que retando nuestra fuerza física, emocional y mental. Como si la vida estuviera midiendo qué tanto aprendimos y de qué manera nos enfrentamos a una situación que se repite, nos vemos obligadxs a entender que, aunque creamos que lo tenemos todo resuelto, el azar nos seguirá sorprendiendo de mil maneras, llevándonos a hacer algo a lo que, personas como yo, nos hemos resistido a lo largo de los años: soltar el control.
Y es aquí donde extiendo el hilo de las preguntas: ¿Realmente extraño a mi yo pre-pandémico? ¿Qué tanto he aprendido de la enfermedad? ¿Qué métodos me han funcionado para superar la ansiedad y la angustia en medio de secuelas como la fatiga y el cansancio extremo? Esta vez quiero compartirles una reflexión un poco más personal, al menos para probar si la narración me permite de alguna u otra forma encontrar las respuestas correctas para sobrellevar mi situación actual.
Recuerdo que el día en el que me mudé justo detrás de mi universidad coincidió con el primer día de la cuarentena. Para ese entonces estaba empezando mi tésis de pregrado y aún me faltaban algunas materias por terminar. Siempre me he caracterizado por tomar decisiones apresuradas, por ser muy impulsiva y estar dispuesta a afrontar cambios veloces y abruptos sin pensar mucho en las consecuencias (seguramente todo un producto de la fuerza ariana que me ata). En un par de semanas ya había conseguido roommate y había tomado la decisión de vivir justo en frente de la persona con la que salía. Todo el panorama era perfecto: podría trasnochar durante noches enteras en la biblioteca investigando para mi trabajo de grado y a tan solo un par de escalones llegar a mi apartamento sin tener que pensar en el transporte o en la seguridad, viviría con una amiga y podría pasar tiempo de calidad en mi relación del momento.
Como ya podrán suponer, toda mi fantasía (al igual que la de millones de personas que creían tener el futuro resuelto) se derrumbó en un parpadeo. Para no darle más largas al asunto les resumo: nos encerraron, tuve mi primera tusa (sí, la persona que vivía justo en frente mío me fue infiel, así que dejo a su imaginación lo demás), tuve que hacer mi tesis sin tener contacto real con mi directora y pasé más de 8 meses sin poder ver a mi familia. Lo verdaderamente preocupante de la situación: no tenía trabajo. Y para rematar, el apartamento no tenía ventanas al exterior (solo un par de tragaluces). Como en ese momento no estaba en la mejor situación económica, pensé que podría ahorrar viviendo en ese apartamento que, aunque no era ideal, quedaba a un paso de la u y, al fin y al cabo, como era mi último semestre igual estaría la mayoría del tiempo fuera de casa (gran error).
A falta de ventanas al exterior nos tocó mirar hacia adentro. (Y digo “nos” porque mi roommate y yo casi que nos fusionamos en una sola persona en ese entonces.) Claro que eso lo entendí muchos meses después de pasar por miles de crisis, el peor desamor de mi vida, pintarme el pelo, hacerme capul, volverlo a pintar, fumar todos los cigarrillos habidos y por haber, subir de peso, tener por primera vez acné, no tener plata y estar lejos, muy lejos de mi familia. Sin embargo, todo eso pasó a un quinto plano después de vivir el verdadero infierno: me dio covid tres veces, dos de esas estuve hospitalizada, la segunda con una infección en los riñones y conectada a oxígeno completamente aislada, sin olfato, sin gusto. Despertándome en las noches ahogada, con miedo a quedarme dormida y a no poder despertar.
Tiempo después y gracias a sesiones de terapia y meditación entendí que el tiempo en el que estuve interna en el hospital pasé por una fuerte depresión. Solo quería llorar y el hecho de estar completamente aislada me hizo ver la oscuridad. No entendía por qué siendo tan joven ya debía pensar en todo lo que pasaría si mi cuerpo dejaba de funcionar (quiero aclarar que hablo desde mi experiencia personal y en ningún momento busco victimizarme, pues respeto muchísimo a quienes vivieron experiencias duras o perdieron a algún ser queridx, mi único propósito es compartir mi historia). Cada contagio al que me enfrenté incluía estar encerrada sin contacto por lo menos 15 días. Esto quiere decir que pasé en total un poco más de 6 semanas aislada en menos de año y medio.
El libro que me acompañó durante este proceso fue El extranjero (1942) de Albert Camus. Es irónico, pues muchxs pensarán que definitivamente no es el mejor texto para llevar un mal momento. Sin embargo, gracias a Camus entendí el verdadero poder de nuestra mente: no importa qué tan encerradxs estemos, solo nosotrxs mismxs podremos elegir ser libres.
El comienzo de este año fue prácticamente para mi una prueba. Como si mi yo pre-pandémico me acechara susurrándome al oído: ¿Vas a seguir repitiendo los patrones que te hacen daño? ¿Acaso no aprendiste del pasado? Y en el momento en que decido esquivar los pensamientos para hundirme en el superfluo carpe diem un primero de enero, ocurre lo inevitable: una semana en cama, fiebre de cuarenta grados por tres días, pulmones averiados y el volver a despertarme en las noches ahogada teniendo que recurrir a un inhalador.
Todo esto junto a fatiga, somnolencia y cansancio extremo. Síntomas que definitivamente invadieron mi cotidianidad y me generaron una ansiedad que creía ya superada. Añadamos a todo esto tener el periodo y ciertos eventos astrológicos no menos importantes como Mercurio y Marte retrógrados con luna llena en Cáncer (lxs seguidores de la astrología me entenderán). En conclusión: un caldo de emociones, una ruptura parcial de la comunicación y muchas, muchísimas lágrimas para calmar el momento.
Luego de madrear incontables veces, preguntarle al mundo una y otra vez el clásico y dramático “¿por qué a mí?”, superar un par de crisis de ansiedad e ira, no querer hablar con nadie, dormir más de 12 horas seguidas por varios días y visitas al hospital con respuestas muy poco alentadoras, descubrí que me sentía en un flashback eterno, como si estuviera repitiendo una situación pasada al pie de la letra, solo que dos años más “adulta”. Recordé a una gran amiga que durante la pandemia, en una lectura de oráculo de runas que le pedí, me dijo algo que quedó por siempre marcado en mi memoria: “Mar, para lograr llegar a la estabilidad emocional que estás buscando, solo debes hacer una cosa: dejar de sufrir.”
Dos años tardé también en entender esa frase. Y es que está muy claro, la enfermedad seguirá existiendo al igual que la probabilidad de contagiarse sin importar cuánto nos cuidemos. El punto está en elegir cómo llevar la situación: o perdemos la cabeza y nos hundimos en el abismo del desespero, o simplemente soltamos el control y sacamos todos los poderes del aprendizaje que hemos recibido desde el 2020. Claro que escribirlo o decirlo es mil años luz más fácil que ponerlo en práctica (aún estoy trabajando en ello). Sin embargo, quiero compartir con ustedes un par de tips que me han ayudado a convivir con la ansiedad y las secuelas de la fatiga y el cansancio extremo:
Asimismo, los reportes también tardaron su par de años para denominar este síntoma. Su nombre es: “long covid”. Según el último reporte del Observatorio Nacional de Salud del INS, 29, 5% de lxs sobrevivientes del covid-19 desarrollaron esta sensación de malestar que, aparte de la fatiga y el cansancio, también incluye “dificultades para respirar, problemas para dormir y desórdenes cognitivos como dificultad para pensar o concentrarse”. Las estadísticas no mienten: 1.509.813 colombianxs sufrimos esta secuela que aún carece de seguimientos minuciosos por parte de lxs investigadores.
Para concluir, puedo asegurarles que (en lo personal) no extraño a mi yo pre-pandémico. Definitivamente y gracias a los azares de la vida, aprendí y maduré mucho más gracias a mi yo pandémico. Hoy miro hacia atrás y, aún estando enferma, puedo apreciar y agradecer por todo lo que he crecido: tengo mi casa propia con mi pareja actual, soy mucho más paciente al momento de afrontar dificultades, tengo una mejor relación con mi familia, un trabajo estable y sobre todas las cosas: valoro mi salud y el estar sana.