Ternura radical para reencontrarse con el propio cuerpo: cómo dejé de ocultar el espacio que ocupaba en el mundo

Por Astrid Ávila Castro

Lxs cuerpxs disidentes, que de hecho son la mayoría, se han enfrentado a la imposición de formas corporales “correctas”, y también de dinámicas tiranas frente al deseo y al placer. El cuerpo que desafía los límites (gordo, calvo, con discapacidad, pequeño, no proporcional) se enfrenta a la posibilidad de ser indeseable, de no merecer recibir ni brindar amor. ¿Cómo reconciliarnos con el placer? ¿Acaso la reivindicación de la ternura radical nos puede reencontrar con nuestras cuerpas?

Esta es la historia de una niña que aprendió a respetar su cuerpo hasta después de haber vivido un cuarto de siglo. Es la historia también de una adolescente que quiso ocultar el espacio que ocupaba en el mundo y de una mujer adulta que decidió habitar diferente su cuerpo no normado. 

La primera vez que usé un bikini en la playa mi vida cambió. Quizás haberle dado largas, haberlo pospuesto tanto tiempo me sirvió para sentirme preparada. Nada malo pasó. Nadie se burló de mí. Me sentí cómoda. Nunca había nadado tan bien. 

Desde preadolescente, las prendas que acompañan el ritual de la playa me sirvieron para cubrir mi cuerpo. Llevaba camiseta, salida de baño y toalla, y ocultaba mi cuerpo todo el tiempo, con la excusa de ser muy blanca y por ende sensible al sol. Recuerdo que hasta hace algunos años entraba al mar con salida de baño (lástima que en ese momento no identifiqué la ironía en esa combinación de palabras). Recientemente cuando he ido a la playa y he visto la misma escena de ocultamiento inútil en otras mujeres y hombres, me he dado cuenta lo incómodo que es hacerlo. Para mí siempre fue lo normal: no quería exhibir algo que consideraba indeseable.

 

 

Pero el día que usé un bikini azul precioso y decidí no cubrirlo con una salida de baño, algo adentro se alegró. Me despojé de un peso invisible. Sentí que el espacio que ocupaba en el mundo era el preciso porque el océano era infinito. Traté mi cuerpo con ternura por primera vez. 

Mi amiga M. me decía que su terror en la playa era sentir que la gente la miraba más, y ella se sentía juzgada. Y esto porque se presume que el mundo tiene ansia de criticar lo feo, lo gordo. Y puede que sí. Muchas mujeres conviven con parejas que convierten sus detalles físicos en defectos. Nuestras madres y padres nos han recalcado que si eres demasiado gorda o demasiado flaca eres fea, por ende la gente se va alejar (esto no se dice, pero se insinúa). La lógica detrás de que si un cuerpo se cubre se va a volver invisible es, cuando menos, delirante. Pero también estoy convencida de que entre más se normalice que los cuerpos no normados se muestren libremente si así se desea, la mirada unificadora sobre los cuerpos y las cuerpas también se va a agotar.  

Siempre nadé cuando era una niña. Lo hice porque mi mamá también lo hacía, y desde entonces hasta hoy sigue siendo un ritual de madre e hija. Pero hubo un momento en el que se fue transformando en un escenario de miedo y culpa. Mi cuerpo no se parecía al de las niñas y mujeres que aparecían en vestido de baño en la Revista Tú (o su adaptación colombiana: la Revista Luna), aún así yo quería la misma ropa que ellas tenían, sus accesorios, su cuerpo. Empecé a pensar que para poder nadar tenía que buscar ese cuerpo y de hecho dejé de nadar muchísimos años de mi vida (primero por inseguridad, después por inercia). Pero cada año de mi adolescencia en adelante fue un alejarme de los cuerpos que había visto como ideal. 

 

 

A medida que mi cuerpo fue engordando, progresivamente también fue creciendo la necesidad de ocultarlo, buscando no mostrar aquello que no consideraba digno de ser mostrado. Esto coincidió con que tenía 16 años y una identificación con la música y la estética metalera. He pensado que cuando usaba ropa gigantesca y negra buscaba desaparecer, una vez más, del espacio que estaba ocupando. Inconscientemente asumía que taparme así iba a ocultar que era una adolescente gorda. Cuando menos era ingenuo. Mi amiga B. también engordó después de la preadolescencia: “Me acuerdo de que no quise tener fiesta de cumpleaños porque era gorda, y mis amigas eran flacas. También perdí mi virginidad muy pronto y sentía que no lo merecía”. Y esta sensación de no-merecimiento nos fue permeando toda la existencia. En mi caso me costó varios años de adultez convencerme de que mi cuerpo era deseable y de que mi valor humano trascendía mi peso. Lxs cuerpxs disidentes, que de hecho son la mayoría, se enfrentan a la imposición de formas corporales “correctas”, y también del despotismo de dinámicas de deseo y placer impuestas y cuadriculadas. Para desafiar los límites basta casi con ser un humano: tener nariz grande, estatura pequeña, sin pelo corporal, con demasiado pelo corporal, ser un hombre gordo, ser una mujer calva, ser transgénero, tener discapacidad. Y así fue como los detalles de nuestro cuerpo se volvieron la causa de ser indeseable, de no merecer recibir ni brindar amor.

En la temporada 2 de la serie Euphoria, Kat tiene un ataque de pánico al escuchar las incesantes voces de autoayuda cuando ella habita un cuerpo gordo y se siente miserable: eres hermosa, diosa, caballota, bichota, nos dicen. Esas voces aparentemente positivas se incrustan en la cabeza como un ruido y a veces aturden tanto que parece que no hay otra posibilidad de acercarse al cuerpo sino con la extrema adulación. Ahora busco tratar mi cuerpo con el amor que por muchos años no creí merecer. Pero ese amor no solo pasa por repetirme “hermosa, bichota, mamasita”, de hecho pasa por aceptar mi cuerpo sin tender a calificarlo. Por eso también creo en la radicalidad amorosa de reivindicar lo feo, lo gordo, lo desafiante. Porque creo que a veces abrazar lo que ha sido usado para herirnos también es un acto radical.  

 

 

Estas son tan solo un puñado de anécdotas que he escuchado de la voz de mis amigas toda mi vida. Nuestras madres han equiparado la belleza con la delgadez desde que tenemos memoria: “Tan linda Juanita, es tan delgada”, “¿Viste cómo se engordó Alicia? Es terrible”. Y juicios en apariencia inocentes que fueron configurando nuestros miedos. Mi amiga A., por ejemplo, me cuenta cómo siempre fue comparada con su hermana, que era muy flaca, y cómo siempre sintió una carencia frente a su cuerpo que nunca pudo decantar del todo. 

Con el paso del tiempo y el inicio de mi vida sexual por varios años sentí que era imposible desearme. Tuve la fortuna de que mi primera pareja fuera comprensiva y amorosa, y me acompañara a navegar por ese camino doloroso del propio rechazo. Con el tiempo me di cuenta de que si no labraba el camino para desearme iba a ser una persona infeliz el resto de mi vida. El universo conspiró, y aunque me costó muchos polvos desastrosos y horas de dolor y autocastigo, logré interiorizar lo obvio: sin mi cuerpo no existo, y si no existo no puedo nadar, bailar ni tener orgasmos. El deseo desde la aceptación transformó mi vida. 

Tal vez mi atracción por cuerpos no normados tenga que ver con que alguna vez me pregunté: ¿cómo si solo deseo los cuerpos esterotípicos voy a aceptar que mi cuerpo no normado sea deseable? Por eso reivindico el amor por lo raro, por lo queer y por lo ominoso y estoy convencida de que el deseo es un animal salvaje pero también un ser vivo con consciencia que se puede transformar. Y es un acto político configurarlo.  

Hoy quiero reivindicar el espacio que ocupo en el mundo.

Este texto no busca ser un manifiesto de autoayuda, pero hoy saludo a la niña que fui y le pido perdón a la adolescente que no he dejado del todo de ser. Y también le propongo el ejercicio de mirarnos al espejo solo para describir nuestras partes y nuestro todo. No para calificar el cuerpo, sino para identificar eso que es capaz de hacer: cómo se mueve, cuáles de sus colores y texturas coinciden con los de la naturaleza, cuál es el primer recuerdo que se tiene asociado a la boca o a un tobillo, qué no podríamos hacer sin ese cuerpo

Yo amo mi cuerpo porque me permite nadar. Quizás al volver a vernos con ternura, como probablemente nos enseñaron alguna vez en preescolar, y reconocerle al cuerpo que más que una foto es una caja impresionante de recuerdos y hermosos delirios, finalmente podamos reconciliarnos con el placer y entregarnos a la profundidad de las aguas como hice yo cuando entré al mar sin una bata encima. Así, de pronto, también podamos reivindicar la ternura radical para reencontrarnos con el placer de nuestras cuerpas. La belleza la podemos hacer nosotrxs, está en nuestra mirada.

 



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